
Comentario de las lecturas
22º Domingo del Tiempo Ordinario, 1 de septiembre de 2019, Año C
Experimentar la alegría de Dios es posible
Introducción
Estamos en una lujosa casa de campo de la alta burguesía de una gran ciudad del tercer mundo, una de esas metrópolis donde la miseria convive con el lujo y desperdicio más descarados. Al término de la fiesta de cumpleaños de la hija –brillante universitaria de 20 años– los padres ordenan a los sirvientes de arreglar el espacioso comedor. Sobre las mesas hay una gran cantidad de carne, arroz, patatas fritas, pasteles, tortas, entremeses: son las sobras del banquete.
¿Qué hacemos con todo esto?, pregunta el marido con embarazo. La esposa, que está llevando a la cocina una bandeja llena de vasos para lavar, se detiene un instante sorprendida y, como si se diera cuenta tarde del error cometido, sentencia: “Hemos invitado a la gente equivocada, a la que no tiene hambre”.
Tenemos miedo de que se nos acerquen los que tienen hambre, de que nos puedan contagiar su pobreza. Y sin embargo la fiesta de nuestra vida podría acabar en una amarga desilusión: sin saber qué hacer con los bienes que el Señor nos había dado para “dar de comer” a sus pobres.
“¡Dichosos los convidados al banquete de bodas del Cordero!”, exclama el ángel del Apocalipsis (Ap 19,9). Pero a aquella fiesta solamente podrán participar los que se ha privado de todo para darlo a quienes tenían hambre.
* Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“El pobre llama a la puerta para ofrecerme la oportunidad de experimentar la alegría de Dios”.
Primera Lectura: Eclesiástico 3,17-20.28-29
Hijo mío, en todo lo que hagas actúa con humildad y te querrán más que al hombre generoso. 3,18: Cuanto más importante seas, más humilde debes ser y alcanzarás el favor de Dios; 3,20: porque es grande la compasión de Dios, y revela sus secretos a los humildes. 3,28: No corras a sanar la herida del orgulloso, porque no tiene sanación, es el brote de una mala planta. 3,29: El sabio aprecia las sentencias de los sabios, el oído atento a la sabiduría se alegrará. – Palabra de Dios
¿Es necesario para ser humildes buscar el desprecio de los demás? No sería prudente, no tendría sentido. Esta actitud no atraería, como asegura Ben Sirá, ni el amor de los hombres ni la benevolencia de Dios. ¿Cuál sería, entonces, el comportamiento que atraería la simpatía de los hombres y el favor de Dios? ¿De qué manera los humildes le dan “gloria”? (v. 20).
Basta una rápida mirada a nosotros mismos para darnos cuenta de que todo lo recibido es regalo de Dios. Él nos ha dado la vida, la belleza, la fuerza, la inteligencia, las cualidades que tenemos. Nada es nuestro, de nada podemos ufanarnos. No comete una maldad, solo hace soberanamente el ridículo quien se gloría de los dones recibidos como si fueran suyos. Es pura insensatez el comportamiento del descerebrado que hace gala de las cualidades recibidas para humillar o imponerse a los demás. Los dones de Dios nos han sido dados para que podamos compartirlos con los hermanos.
Humilde es aquel que –consciente de sus dotes, actitudes, cualidades– las pone al servicio de todos, considerando a los demás como dueños que nos pueden pedir ayuda cuando se encuentran en necesidad. La persona humilde mantiene siempre la cabeza inclinada como quien está siempre preparado para recibir órdenes de sus superiores. “Glorifica” a Dios, porque lo que verdaderamente da gloria a Dios es la alegría del hombre. Es la persona humilde la que entabla relaciones que hacen feliz a la gente, ponen fin al egoísmo, a la competición, a la ostentación e introducen en el mundo el principio nuevo del intercambio gratuito de los dones de Dios.
Es en este sentido que Jesús se autodefine como “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29): se ha donado enteramente, sin reservas, por amor.
Segunda Lectura: Hebreos 12,18-19.22-24a
Ustedes no se han acercado a algo tangible: fuego ardiente, oscuridad, tiniebla, tempestad, 12,19: ni oyeron el toque de trompetas ni una voz hablando que, al oírla, pedían que no continuase. 12,22: Ustedes en cambio se han acercado a Sión, monte y ciudad del Dios vivo, a la Jerusalén celeste con sus millares de ángeles, a la congregación 12,23: y asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos, a los espíritus de los justos consumados, 12,24: a Jesús, mediador de la nueva alianza, a una sangre rociada que grita más fuerte que la de Abel. – Palabra de Dios
Los hebreos que se habían convertido al cristianismo seguían sintiendo nostalgia de la religión de sus padres. El autor de la carta trata de abrirles los ojos comparando la religión antigua representada por el monte Sinaí, con la cristiana que tiene como símbolo la Jerusalén nueva.
¿Qué ocurrió en el Sinaí? Hubo lenguas de fuego, truenos, obscuridad, tinieblas. Frente a semejante espectáculo, el pueblo tuvo miedo y pidió a Moisés que les hablara él y no el Señor (vv. 18-19). ¿Cómo se puede tener nostalgia de un Dios a quien solo por medio de intermediarios pueden acercarse las personas?
Los cristianos, continúa la lectura, no se acercan al monte Sinaí para hacer experiencias terroríficas de Dios (v. 22), sino que se acercan a Cristo. La experiencia religiosa que hacen es completamente distinta: es una experiencia festiva porque en Jesús, descubren el rostro de Dios amigo de los hombres (vv. 23-24). En el Antiguo Testamento había muchos mediadores entre el Señor y su pueblo: los sumos sacerdotes, los levitas, el Sanedrín, los ancianos. Hoy los cristianos saben que pueden dirigirse directamente al Padre, sin reserva y sin miedo. El único mediador es Cristo que no busca siervos sino amigos (cf. Jn 15,15).
Evangelio: Lucas 14,1.7-14
Un sábado que entró a comer en casa de un jefe de fariseos, ellos lo vigilaban. 14,7: Observando cómo elegían los puestos de honor, dijo a los invitados la siguiente parábola: 14,8: –Cuando alguien te invite a una boda, no ocupes el primer puesto; no sea que haya otro invitado más importante que tú 14,9: y el que los invitó a los dos vaya a decirte que le cedas el puesto al otro. Entonces, lleno de vergüenza, tendrás que ocupar el último puesto. 14,10: Cuando te inviten, ve y ocupa el último puesto. Así, cuando llegue el que te invitó, te dirá: Amigo, acércate más. Y quedarás honrado en presencia de todos los invitados. 14,11: Porque quien se engrandece será humillado, y quien se humilla será engrandecido. 14,12: Al que lo había invitado le dijo: –Cuando ofrezcas una comida o una cena, no invites a tus amigos o hermanos o parientes o a los vecinos ricos; porque ellos a su vez te invitarán y quedarás pagado. 14,13: Cuando des un banquete, invita a pobres, mancos, cojos y ciegos. 14,14: Dichoso tú, porque ellos no pueden pagarte; pero te pagarán cuando resuciten los justos. – Palabra del Señor
El almuerzo del sábado en Israel no se reducía a una simple comida, era un convite que reunía a parientes y amigos que conversaban sobre los temas más variados: trabajo, política, problemas familiares y sociales. Los temas religiosos, teológicos y morales eran tratados, sobre todo, cuando había un rabino entre los huéspedes. Los doctores y maestros aprovechaban estos banquetes para exponer sus doctrinas. También Jesús ha impartido muchas de sus enseñanzas sentado a la mesa con los demás comensales (cf. Lc 5,29; 7,36; 9,17; 10,38; 11,37; 14; 19,1; 22,7-38).
El pasaje de hoy hay que colocarlo en este contexto de almuerzo festivo. Estamos en la casa de un fariseo después de la liturgia de la Sinagoga y Jesús está entre los invitados (v. 1). En la mesa no se sienta cada uno al azar, sino que hay que seguir una rígida etiqueta dictada por una jerarquía que es necesario respetar. Los puestos vienen asignados con mucha atención: en el centro, las personas de respeto, juntos a ellas el dueño de la casa, seguidos de todos los demás comensales, colocados en mesas de acuerdo con su respectiva posición social: la función religiosa que desarrollan, la riqueza que poseen, la edad. Jesús sigue con mirada desapasionada y un poco divertida la protocolaria distribución de asientos llevada a cabo por alguno de los sirvientes; observa el gesto embarazoso de quien, quizás inadvertidamente, se ha colocado demasiado adelante, teniendo después que retroceder varios puestos; se da cuenta del mal disimulado gesto burlón de quien porfiadamente le cede la precedencia, consintiendo al final ocupar un asiento más central y prestigioso; nota las actitudes torvas, los enrojecimientos, las miradas astutas. Introduce una primera parábola (vv. 7-11).
“Cuando alguien te invite a una boda, no ocupes el primer puesto…ve y ocupa el último puesto…. Así, cuando llegue el que te invitado, te dirá: Amigo, acércate más. Y quedarás honrado delante de todos los invitados”.
Esta invitación a la astucia desentona bastante en boca de Jesús. Es extraño que él se rebaje a sugerir un truco tan mezquino para cosechar éxito en público y complacer la propia vanidad. Por otra parte, el proverbio que cita es bien conocido en la Biblia: “No te coloques con los grandes: más vale escuchar: Sube aquí, que ser humillado ante los nobles” (Prov 25,6-7). El Rabino Simeón, contemporáneo de los apóstoles, recomendaba a su discípulo: “Colócate siempre dos o tres puesto por debajo del que te corresponde y espera que te digan: ¡Sube más arriba!, ¡Sube más arriba!, en vez de ¡Desciende más abajo! ¡Desciende más abajo!”. Jesús, pues, no haría otra cosa sino recomendar una práctica recomendada por todos.
Es cierto que las palabras son las mismas, pero el contenido es distinto. Jesús no tiene ninguna intención de fomentar la astucia de sus discípulos. Nunca se ha interesado en sus posibles éxitos en la vida. Cuando éstos mostraban la ambición de acaparar los primeros puestos, los reprendía con severidad (cf. Mc 9,33-37). Prohibía incluso los títulos honoríficos (cf. Mt 23,8-10), no toleraba los “distintivos” que consagran y sacralizan las castas, ironizaba a cerca de los escribas “que gustan pasear con largas vestiduras, aman los saludos por las calles y los primeros puestos en las sinagogas y los banquetes” (Lc,20-46). El proverbio, pues, en boca de Jesús no tiene el fin de enseñar una treta para quedar bien ante los demás. Tratemos de comprender lo que verdaderamente quiere decir.
Si releemos atentamente el pasaje, caeremos en la cuenta de que una palabra aparece con más frecuencia que otras (¡hasta cinco veces! y es: invitado-invitados. El término griego del texto original, sin embargo, habría que traducirlo por llamado-llamados. Es a los llamados que ambicionan los primeros puestos a quienes Jesús quiere dirigirse. Veamos de identificar a estos llamados.
Notemos un segundo detalle: la manera de expresarse de Jesús no es menos sorprendente. No habla como invitado, sino como si fuera el dueño del banquete. Bastan estas dos simples observaciones para hacernos intuir que la cena de Jesús en tierra palestina es solamente un pretexto artificial del que se sirve el evangelista Lucas para poner en boza del Señor una advertencia a los llamados, es decir, a los cristianos de sus comunidades. Es en estas comunidades donde, siempre con más frecuencia, surgen malentendidos y sinsabores por cuestiones de precedencia. Los presbíteros, responsables de varios ministerios, se dejan llevar de la manía de ocupar los “primeros puestos”. Es el eterno problema de la Iglesia: todos deberían servir pero, de hecho, hay siempre quien aspira a títulos honoríficos, a sobresalir, quien se infla de orgullo y llega hasta convertir la Eucaristía en una auto-celebración. ¡Es éste el cáncer que destruye nuestras comunidades!
Jesús sabía que estas tensiones surgirían entre sus seguidores a causa de ansia por los primeros puestos que anida en el corazón humano, por eso durante la última cena ha querido de nuevo llamar la atención de sus discípulos, como su última voluntad que quedara gravada en la mente de todos: “¿Quién es mayor? ¿El que está a la mesa o el que sirve? ¿No es acaso el que está a la mesa? Pero yo estoy en medio de ustedes como el que sirve” (Lc 22,27).
Jesús no pide, como hacía el rebino Simeón, retroceder dos o tres puestos, sino dar un vuelco a la situación, volver al revés la escala der valores. Solo quien elige, como ha hecho él mismo, el puesto del siervo será exaltado durante el único banquete que cuenta, el del Reino de Dios. Para quien en la tierra ha dado rienda suelta a su vanidad, buscado inclinaciones de cabeza y honores, aquel momento será dramático: se verá relegado al último puesto, signo del fracaso de su vida, de lo efímeros y caducos que eran sus valores.
Después de haber narrado esta parábola, Jesús se dirige al fariseo que le ha invitado: “Cuando ofrezcas una comida o una cena, no invites a tus amigos o hermanos o parientes o a los vecinos ricos; porque ellos a su vez te invitarán y quedarás pagado (v. 12). No se diría que el clima que se ha creado a su alrededor el invitado-Jesús sea de lo más risueño, más bien parece que les ha aguado la fiesta a todos. ¿Qué culpa tiene el pobre fariseo si en Israel la tradición impone invitar solamente a cuatro categorías de personas: amigos, hermanos, padres y vecinos ricos? ¿Es acaso conveniente poner juntos a un doctor de la ley con un campesino ignorante o a un fariseo con un publicano?
Lo hemos dicho ya: no es el Jesús sentado a la mesa en una casa de Palestina el que está hablando sino el Señor resucitado que se dirige al fariseo presente en las comunidades de Lucas. Es el Cristo que amonesta a los discípulos que se comportan como fariseos, que discriminan a los demás. ¿Qué les dice?
Les dice que es necesario dar comienzo a otro banquete en que las cuatro categorías de “gente bien”, cedan el puesto a otras cuatro bien diversas: “Cuando des un banquete invita a pobres, mancos, ciegos y cojos” (v. 13). Los mancos, ciegos y cojos no eran admitidos en el templo del Señor (cf. Lv 21,18; 2 Sam 5,8). Su condición era una clara señal de su estado pecaminoso y la asamblea de los israelitas debía estar compuesta por gente íntegra, perfecta, pura, sin defectos. Jesús anuncia haber venido a proclamar un banquete nuevo, un banquete en el que los excluidos, las personas rechazadas por todos, sean los primeros invitados a quienes les estén reservados los puestos de honor.
Su discurso se dirige a los responsables, en la comunidad cristiana, de organizar el banquete del reino. Se les pide la valentía de seguir criterios nuevos, opuestos a los adoptados por la comunidad civil. No es fácil para la comunidad cristiana asimilar los criterios de Dios. Desde los comienzos de la Iglesia han surgido tensiones a causa de la discriminación dictada por los criterios de este mundo. Lo testimonia Santiago quien se ve obligado a recriminar a los cristianos en su carta: “Supongamos que cuando ustedes están reunidos entra uno con anillos de oro y traje elegante, y entra también un pobre andrajoso; y ustedes fijan la mirada en el del traje elegante y le dicen: Siéntate aquí en un buen puesto; y al pobre le dicen: Quédate de pie o siéntate allí en el suelo, ¿no están haciendo diferencias entre las personas y siendo jueces malintencionados?” (Sant 2,2-4).
Los pobres los ciegos, los mancos, los cojos representan a aquellas personas que se han equivocado en la vida. Son el símbolo de quien camina sin la luz del Evangelio y tropieza, cae, se hace mal así mismo y a los demás, pasa de un error a otro. Jesús recuerda a sus discípulos que la fiesta ha sido organizada precisamente para estas personas…y ¡hay de aquel que los excluya!
Concluyendo su exhortación, afirma: “Dichoso tú porque ellos no pueden pagarte; pero te pagarán cuando resuciten los justos” (v. 14). Cuando los hombres hacen un favor, inmediatamente piensan a la contrapartida; casi por instinto calculan las ventajas que podrá acarrearle. Esta lógica está bien ilustrada por la recomendación de Hesíodo (siglo VIII a. C.): “Invita a tu mesa a quien te ama, y olvídate del enemigo. Ama a quien te ama; ve a casa de quien viene a tu casa. Da a quien te da; no des a quien no te da”.
Jesús pide al discípulo amar gratuitamente, hacer el bien en pura pérdida. Recomienda recibir en casa a quienes no pueden dar nada a cambio. La recompensa la dará Dios en el cielo.
Esta afirmación necesita ser aclarada. La invitación de ayudar al pobre pensando en la riqueza que se puede acumular en el cielo, puede ser también un comportamiento egoísta. Es como servirse del pobre para “transferir los propios capitales al paraíso”. Este es un amor antipático y furtivo. Hay que amar al prójimo porque es amable, no por compasión o asumiendo una actitud de altanera superioridad (quizás solo espiritual). Ciertamente no es fácil a veces descubrir algo de simpático y atrayente en un enemigo, en una persona deforme. Los ojos humanos nunca serán capaces de descubrir algo atractivo en estas personas si la palabra del Señor no purifica nuestras miradas, si no cura nuestra ceguera. Es Jesús quien hace nos comprender que, si Dios ama a toda persona, significa que en cada una de ellas hay siempre algo maravilloso.
¿Cuál será la recompensa? Quien ama teniendo como solo objetivo la búsqueda del bien del hermano, se asemeja al Padre que está en los cielos, experimenta la misma alegría de Dios. La felicidad de Dios está toda aquí: en amar gratuitamente. Se realiza la promesa de Jesús: “Así será grande su recompensa y serán hijos del Altísimo” (Lc 6,36). No se puede pedir más.
Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini con el comentario para el evangelio de hoy en: http://www.bibleclaret.org/videos