
Comentario de las lecturas
Segundo domingo de Adviento – 8 de diciembre de 2019 – Año A
Florecerá como la palmera, crecerá como cedro del Líbano
Introducción
Israel era un árbol que el Señor había plantado y después cultivado. Luego vinieron los enemigos quienes, armados de hoces y hachas, les asestaron golpes sin piedad reduciéndolo a un tronco despojado y desolado (Sal 74,5-6).
Esta es nuestra historia. A merced de las fuerzas del mal que nos oprimen, nos quitan la luz y la respiración nos convierten en ramas secas, incapaces de dar frutos.
¡Pero no hay que perder la esperanza!
“Llegara el día, aseguran los profetas, en que Israel echara raíces, brotes y flores y sus frutos cubrirán la tierra” (Is 27,6). “Yo seré como roció para Israel—dice el Señor—quien florecerá como azucena y arraigará como álamo; echará brotes y tendrá el esplendor del olivo y el aroma del Líbano” (Os 14,6-7).
“Nada es imposible para Aquel que ha hecho florecer hasta el bastón seco de Aarón” (Num 17,23).
Según las promesas del Señor, de la raíz de Jesé ha surgido un árbol vigoroso—Cristo—en el cual todos los pueblos serán injertados. De Él saldrá la savia que mantendrá frondosos y que hará producir frutos abundantes a todo árbol plantado en el jardín de Dios.
No existen situaciones desesperadas para quien cree en el amor del Señor.
* Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“Temamos el hacha de los enemigos, no la de Dios que elimina las plantas malignas de nuestro jardín”.
Primera Lectura: Isaías 11,1-10
11,1: Pero retoñará el tocón de Jesé, de su cepa brotará un vástago 11,2: sobre el cual se posará el Espíritu del Señor: espíritu de sensatez e inteligencia, espíritu de valor y de prudencia, espíritu de conocimiento y respeto del Señor. 11,3: Lo inspirará el respeto del Señor. No juzgará por apariencias ni sentenciará sólo de oídas; 11,4: juzgará con justicia a los desvalidos, sentenciará con rectitud a los oprimidos; ejecutará al violento con el cetro de su sentencia y con su aliento dará muerte al culpable. 11,5: Se terciará como banda la justicia y se ceñirá como fajín la verdad. 11,6: Entonces el lobo y el cordero irán juntos, y la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león engordarán juntos; un chiquillo los pastorea; 11,7: la vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas, el león comerá paja como el buey. 11,8: El niño jugará en agujero de la cobra, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente. 11,9: No harán daño ni estrago por todo mi Monte Santo, porque se llenará el país de conocimiento del Señor, como colman las aguas el mar. 11,10: Aquel día la raíz de Jesé se levantará como una bandera para los pueblos: a ella acudirán las naciones y será gloriosa su morada. – Palabra del Señor
Como ya vimos el domingo pasado, Isaías nos introduce en una realidad idílica de paz, de hermandad, de amor universal. Con una imagen tomada del reino animal, la segunda parte de la lectura (vv. 6-9) describe un mundo del que han sido eliminadas las enemistades, los odios, la hostilidad; un mundo en el que las fieras se han convertido en animales mansos y domesticados: el lobo habita con el cordero, la pantera con el cabrito, el león y el novillo pacerán juntos y son tan dóciles que se dejan guiar por un niño.
La armonía no se reduce solo al reino animal sino también entre Dios y el hombre y los hombres entre sí: no existe nadie que cometa maldad, el pobre y el débil no sufrirán injusticias y abusos, todos están movidos de sentimientos de amor “porque la sabiduría del Señor cubrirá el país como las aguas cubren el mar” (v. 9).
El oráculo es todavía más sorprendente si se tiene en cuenta que ha sido pronunciado en un momento dramático de la historia de Israel, cuando la dinastía de David en la que se habían puesto tantas esperanzas, no era ya fuerte y vigorosa como un cedro del Líbano sino que se había quedado reducido a un tronco reseco y sin vida. Con este anuncio el profeta intentaba despertar en su pueblo la confianza y la esperanza. Fiel a sus promesas, Dios habría iniciado una era de paz, semejante a la que existía en el paraíso terrenal antes del pecado.
A este punto surge espontanea la pregunta: ¿Cuándo se realizará esta profecía? La respuesta viene dada en la primera parte de la lectura (vv. 1-5).
Con una imagen tomada del reino vegetal el profeta anuncia el destino de la dinastía de David. Había florecido de una raíz insignificante, de un tronco que ninguno tenía como digno de consideración: de Jesé, un humilde pastor de Belén. Bendecido por Dios, este árbol había crecido y se había hecho vigoroso, “las montañas se cubrieron con su sombra y sus ramas alcanzaran los cedros altísimos” (Sal 80,11). Después llegó la ruina, el tronco fue despedazado, quemado y reducido a un tizón humeante. ¿Era el final de todo? Disgustado por la infidelidad de esta familia, ¿habría quizás Dios revocado la promesa hecha por boca de Natán? (2 Sam 7).
El profeta responde: ¡no de ninguna manera! Del tronco reseco de la familia de Jesé surgirá prodigiosamente un nuevo brote por medio del cual todas las promesas de Dios se cumplirán. Las capacidades del brote de la raíz de Jesé serán extraordinarias. Estará lleno del Espíritu del Señor: poseerá en plenitud aquella fuerza divina que se cernía sobre las aguas en la aurora del mundo (Gen 1,2), y que animó a héroes como Sansón e inspiró a los profetas comenzando por Moisés (Num 11).
Cuatro veces se alude a este “espíritu” y el numero 4 indica la universalidad. Es como si este “viento impetuoso” proveniente de los cuatro puntos cardinales confluyera con toda su energía en este “Hijo de Jesé”.
Son seis los dones ofrecidos por el “espíritu del Señor” y el profeta los enumera en tres pares:
º Sabiduría e inteligencia: son los dones que caracterizaron a Salomón, el rey sabio “como ninguno lo fue antes ni lo será después” (1 Re 3,12);
º Consejo y fortaleza: indicando la capacidad de gobernar con prudencia y el valor militar, cualidades de las que David estaba colmado;
º Conocimiento y temor del Señor: se refieren a la docilidad y obediencia a Dios, virtudes de las que los patriarcas eran modelos.
Poseyendo en plenitud el espíritu del Señor, el esperado descendiente de David será un rey que llevará a cumplimiento la misión que Dios le confió: restaurará la justicia, tomará la defensa de los débiles y oprimidos, con la fuerza de su Palabra reducirá a la impotencia a los violentos y hará desaparecer a los impíos. La justicia y la fidelidad lo acompañaran por todas partes, y serán como los ornamentos de su vestido.
¿De qué rey nos habla Isaías? Ningún descendiente de David había poseído nunca todas estas cualidades ni había realizado estos sueños. La promesa se ha cumplido en Jesús que ha surgido como brote de la familia de David.
Aunque después del nacimiento de Jesús—lo constatamos cada día—los fuertes continúan oprimiendo a los débiles, los derechos humanos son ignorados y pisoteados, las discordias, los odios y la violencia están todavía presentes. Sin embargo, el brote de la familia de David ha aparecido, se está desarrollando, se ha convertido en un pueblo—la Iglesia—encargada de hacer presente en el mundo la sociedad nueva anunciada por Isaías.
Segunda Lectura: Romanos 15,4-9
15,4: Lo que entonces se escribió fue para nuestra instrucción, para que por la paciencia y el consuelo de la Escritura tengamos esperanza. 15,5: El Dios de la paciencia y el consuelo les conceda tener los unos para con los otros los sentimientos de Cristo Jesús, 15,6: de modo que, con un solo corazón y una sola voz, glorifiquen a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo. 15,7: Por tanto, acójanse unos a otros, como Cristo los acogió para gloria de Dios. 15,8: Quiero decir que Cristo se hizo servidor de los circuncisos para confirmar la fidelidad de Dios, cumpliendo las promesas de los patriarcas; 15,9: mientras que los paganos glorifican a Dios por su misericordia, como está escrito: Te confesaré ante los paganos y cantaré en tu honor. – Palabra del Señor
Pablo estaba preocupado por las tensiones que existían dentro de la comunidad de Roma entre dos grupos de cristianos. El grupo menos numeroso estaba constituido por aquellos que el Apóstol llama débiles, gente ligada a las tradiciones religiosas de los antiguos. Llevaban una vida austera, se privaban hasta de placeres lícitos, observaban numerosas prescripciones como la circuncisión y la abstinencia de comida impura. El otro grupo, llamado de los fuertes, sostenía que las observancias impuestas por la antigua Ley habían perdido su valor; bastaba creer en Cristo.
Los débiles juzgaban a los fuertes y los consideraban frívolos, superficiales. A su vez, estos despreciaban a los débiles, los trataban como obtusos mentales, retrógrados y nostálgicos.
Pablo—que se coloca entre los fuertes—recomienda a todos practicar la caridad y el respeto recíproco. Como argumento decisivo cita el ejemplo de Cristo: Jesús nunca ha tenido en cuenta el propio interés egoísta sino que se ha olvidado de sí mismo y se ha puesto totalmente al servicio de los demás.
Sus discípulos no pueden comportarse de otra manera; no pueden buscar el propio interés sino deben pensar solamente el bien de los hermanos, dispuestos incluso a poner límites a la propia libertad si esto lo pide el amor hacia los otros.
Evangelio: Mateo 3,1-12
3,1: En aquel tiempo se presentó Juan el Bautista en el desierto de Judea, 3,2: proclamando: —Arrepiéntanse, que está cerca el reino de los cielos. 3,3: Éste es a quien había anunciado el profeta Isaías, diciendo: Una voz grita en el desierto: Preparen el camino al Señor, enderecen sus senderos. 3,4: Juan llevaba un manto hecho de pelos de camello, con un cinturón de cuero en la cintura y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. 3,5: Acudían a él de Jerusalén, de toda Judea y de la región del Jordán, 3,6: y se hacían bautizar en el río Jordán por él, confesando sus pecados. 3,7: Al ver que muchos fariseos y saduceos acudían a que los bautizara les dijo: —¡Raza de víboras! ¿Quién les ha enseñado a escapar de la condena que llega? 3,8: Muestren frutos de un sincero arrepentimiento 3,9: y no piensen que basta con decir: Nuestro padre es Abrahán; pues yo les digo que de estas piedras puede sacar Dios hijos para Abrahán. 3,10: El hacha ya está apoyada en la raíz del árbol: árbol que no produzca frutos buenos será cortado y arrojado al fuego. 3,11: Yo los bautizo con agua en señal de arrepentimiento; pero detrás de mí viene uno con más autoridad que yo, y yo no soy digno de quitarle sus sandalias. Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego. 3,12: Ya empuña la horquilla para limpiar su cosecha: reunirá el trigo en el granero, y quemará la paja en un fuego que no se apaga. – Palabra del Señor
En tiempos de Jesús se pensaba que Elías no había muerto sino que había sido llevado al cielo para reaparecer un día. De hecho el profeta Malaquías había anunciado: “He aquí que Yo envió mi mensajero a preparar el camino delante de mí…. Yo les enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor, grande y terrible” (Mal 3,1.23).
Cuando, después de la Pascua los primeros cristianos se dieron cuenta que “el día del Señor” era aquel en que Jesús había traído la salvación, comprendieron también quién era Elías del que había hablado el profeta: era el Bautista, encargado por Dios de preparar el pueblo para la venida del Mesías. Se acordaron también de lo que había dicho el Maestro: “¿Qué salieron a contemplar en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? ¿Qué salieron a ver? ¿Un hombre elegantemente vestido? Entonces, ¿que salieron a ver? ¿Un profeta? Les digo que si, y más que profeta. A este se refiere lo que está escrito: Mira, yo envió por delante a mi mensajero para que te prepare el camino” (Lc 7,25-27). “Hasta Juan todos los profetas y la ley eran profecía. Y, si ustedes están dispuesto a aceptarlo el es Elías que debía venir” (Mt 11,13-14; 17,13).
¿Quién era Juan? Un personaje más bien enigmático. Flavio Josefo—el famoso historiador del tiempo—lo presenta así: “Era un hombre bueno que exhortaba a los hebreos a vivir una vida recta, a tratarse recíprocamente con justicia y a someterse con devoción a Dios, y les invitaba a hacerse bautizar. En verdad, Juan era de la idea de que esta purificación para el perdón de los pecados purificaba solamente el cuerpo si antes el alma no estaba purificada gracias a una conducta recta” (Antigüedades judaicas 18.5.2 SS 116-119).
En el Evangelio de hoy Mateo lo describe como un hombre austero (v. 4) su alimento era la simple comida de los habitantes del desierto, su vestido era tosco. El cinto de cuero que distinguía a Elías (2 Re 1,8) y el manto de pelo—la divisa de los profetas (Zac 13,4).
Toda la persona del Bautista era denuncia y condena de la sociedad opulenta que—entonces como ahora—apuntaba a lo efímero, frívolo y a los falsos valores del lujo y la ostentación.
Su mensaje lo resume el evangelista en una simple frase: “Conviértanse, porque el Reino de Dios está cerca” (v. 2).
La esperanza en un futuro mejor era uno de los temas centrales del mensaje de los profetas. A diferencia de otros pueblos que colocaban la edad de oro en el pasado, Israel colocaba el “Reino de Dios” en el futuro. Esperaba un mundo en el que el Señor haría triunfar la armonía y abundar la paz, un mundo donde las relaciones interpersonales se basarían en el amor, en la reconciliación con la naturaleza, de los hombre entre si y de los hombres con Dios.
Los predicadores apocalípticos habían descrito la historia de la humanidad como una sucesión de reinos de bestias. “Bestias surgidas del mar” habían sido los grandes imperios de Babilonia, Media, Persia, Grecia (Dan 7). Eran tiempos difíciles, pero no había que perder el ánimo: el mundo antiguo tocaba a su fin y el alba de un mundo nuevo estaba a punto de aparecer.
Los sufrimientos presentes no podían ser interpretados como signos de muerte sino como el sufrimiento de un parto difícil: anunciaban el nacimiento de una nueva era.
Siendo esta la esperanza del pueblo es fácil intuir que la predicación del Bautista suscitara un enorme entusiasmo. Todos corrían a hacerse bautizar para ser los primeros en entrar en este “Reino de Dios”. El bautismo con agua no era, sin embargo, suficiente. El Jordán no era una piscina de la que se salía milagrosamente purificado de los pecados. Para disponerse a entrar en el “Reino” era necesario “convertirse”, es decir invertir el camino, cambiar de ruta, modificar completamente el modo de pensar y de obrar. No bastaba corregir algún que otro comportamiento moral, era necesario ponerse en camino hacia un nuevo éxodo.
“Iban hacia El desde Jerusalén…”. He aquí al pueblo de Israel, ya establecido en la tierra prometida, que abandonaba la propia condición de presunta libertad y regresaba al Jordán. Se creía libre, mas en realidad continuaba siendo esclavo: de las propias convicciones religiosas, de la propia obstinación, de la falsa imagen de Dios que se había fabricado.
“Confesaban sus pecados” tomaban conciencia de vivir todavía en el exilio, de estar privados de libertad.
Todos los años en el segundo domingo de adviento la Liturgia propone a los cristianos la predicación del Bautista porque de la misma manera que entonces preparó el pueblo de Israel para la venida del Mesías, así hoy nos enseña a acoger al Señor que está viniendo.
Hoy como entonces, el paso más difícil a dar es comprender que es necesario “salir” de la “tierra” en la que nos hemos instalado, “salir” de las falsas seguridades religiosas y teológicas que hemos construido y acoger la novedad de la Palabra de Dios.
No todos han respondido con solicitud a la invitación del Bautista, no todos están dispuestos a un radical cambio interior. Los fariseos y saduceos a pesar de su curiosidad por la predicación del Bautista resistían a cuestionarse, no se fiaban, preferían mantener sus certezas (vv. 7-10) pensaban estar a buenas con Dios por el hecho de ser hijos de Abrahán. Esta falsa seguridad será denunciada después por un famoso dicho rabínico: “Como la vid se apoya en leños secos, así los israelitas se apoyan en los méritos de sus padres”.
La recriminación con que el Bautista acoge a fariseos y saduceos es severa: “¡Raza de víboras!”. Los comparaba a serpientes que inyectan su veneno de muerte en quien inadvertidamente se acerca a ellas. Después pasa a la amenaza, al anuncio de catástrofes a punto de caer sobre ellos: corren el riesgo de ser cortados como un árbol que no da fruto y de ser quemados como paja. Sobre ellos se cierne la ira de Dios.
Estamos frente a imágenes dramáticas que parecen desmentir el sueño de Isaías de la primera lectura. El tono es amenazador y no sorprende en la boca del Bautista; así se expresaban los predicadores de aquel tiempo y es este el lenguaje que aparece a menudo en la Biblia.
El precursor lo emplea para poner en guardia a quienes rechazan la invitación a la conversión: se privan del encuentro de amor con Cristo que viene para introducirles en su gozo y en su paz.
En el contexto del conjunto el Evangelio las palabras del Precursor asumen un significado que va más allá de su sentido inmediato. Sucedió lo mismo a Caifás al anunciar sin darse cuenta una profecía (Jn 11,45-51). Cuando hablaba de la ira divina, Juan no tenía las ideas claras de cómo se manifestaría esta ira. La ira de Dios es una imagen que aparece a menudo en el Antiguo Testamento y que no debe entenderse como una explosión de enfado de la persona ofendida. Es expresión, más bien, del amor de Dios: arremete contra el mal y no contra quien lo hace; no quiere destruir al hombre sino rescatarlo del pecado.
El hacha que corta los arboles de raíz tiene la misma función atribuida por Jesús a las tijeras que podan la vid y la liberan de ramas inútiles que la privan de la preciosa savia y la sofocan (Jn 15,2). Los arboles caídos y arrojados al fuego no son los hombres a quienes Dios ama siempre como hijos e hijas, sino las raíces del mal que están presentes en cada persona y en cada estructura y que deben ser destruidas para que no puedan ya mas germinar (Mt 13,19).
Los cortes son siempre dolorosos pero aquellos realizados por Dios son providenciales: crean las condiciones para que surjan nuevas ramas, capaces de producir frutos abundantes.
Al final la horquilla u horca con la que el Señor realiza su juicio es una imagen viva: describe el modo que Dios usa para evaluar las obras del hombre.
En los tribunales humanos los jueces toman en consideración solo los errores y pronuncian la sentencia en base al mal cometido. De las buenas obras no se preocupan. En el juicio de Dios sucede exactamente lo contrario. El, con la horquilla de su Palabra, somete todo hombre al soplo impetuoso de su Espíritu que avienta la paja y deja caer sobre el suelo solamente los preciosos granos: las obras de amor que, pocas o muchas, todos los humanos realizan.
Hay un video disponible por el P. Fernando Armellini con el comentario para el evangelio de hoy en: http://www.bibleclaret.org/videos