Cuarto Domingo en tiempo ordinario - Año C– AÑO C
EL PROFETA: UN PERSONAJE INCÓMODO
Introducción
Hay tribulaciones que llegan de improviso y sin quererlas, pero las hay también que son consecuencias de nuestras decisiones. Es el precio que pagar por quien acepta la difícil y poco gratificante misión del profeta: la persecución. Aun las personas más simpáticas, por extraño que nos pueda parecer, cuando se hacen intérpretes del mensaje del Cielo pueden convertirse en irritantes, fastidiosas, insoportables para acabar siendo marginadas.
El pueblo nunca suele ensalzar a los profetas por largo tiempo, y menos aún lo hacen quienes detentan el poder, sea político o religioso. En un primer momento, el profeta podrá ser apreciado por su preparación, inteligencia, integridad moral; muy pronto, sin embargo, será mirado con sospecha, evitado y perseguido.
Jesús ha sido claro con sus discípulos; no les ha prometido una vida fácil; nos les ha asegurado la aprobación y el consenso de los hombres. Les ha repetido con insistencia que la adhesión a su persona les acarrearía persecuciones: “No está el discípulo por encima del maestro ni el sirviente por encima de su señor. Si al dueño de la casa lo han llamado Belcebú, ¡cuánto más a los miembros de su casa!” (Mt 10,24-25). “Llegará un tiempo en que quien los mate pensará que está dando culto a Dios” (Jn 16,2).
Lamentando su pasado, Pablo reconocerá: “Yo soy el último entre los apóstoles y no merezco el título de apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios” (1 Cor 15,9). No obstante, declarará también haberlo hecho “por celo santo” (cf. Fil 3,6), convencido de que estaba defendiendo a Dios y a la verdadera religión. Podría suceder también hoy.
- Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“Tú eres, Señor, mi esperanza, mi confianza desde mi juventud”.
Primera Lectura: Jeremías 1,4-5.17-19
4En los días de Josías, el Señor me dirigió la palabra: 5“Antes de formarte en el vientre te elegí, antes de salir del seno materno te consagré y te nombré profeta de los paganos”. 17“Y tú ármate de valor, levántate, diles lo que yo te mando. No les tengas miedo, que si no, yo te meteré miedo delante de ellos. 18Yo te convierto hoy en ciudad fortificada, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y los terratenientes; 19lucharán contra ti, pero no te vencerán, porque yo estoy contigo para librarte –oráculo del Señor–”.
Corre el año 627 a.C. y Jeremías no ha cumplido aún los veinte años cuando es llamado por el Señor a ser profeta. Es un joven bueno, sensible, inteligente, que desea formar una familia y vivir tranquilamente en Anatot, la aldea de sus padres. Sin embargo, antes de salir del seno materno (vv. 4-5) es escogido para una misión difícil y arriesgada: anunciar un mensaje contrario a las expectativas de sus compatriotas.
En un tiempo en el que “del primero al último solo buscan enriquecerse; profetas y sacerdotes se dedican al fraude. Pretenden sanar superficialmente la fractura de mi pueblo diciendo: «Marcha bien, muy bien»” (Jer 8,10-11)…, Jeremías es enviado a proclamar en voz alta que todo aquello “¡no marcha bien!” de ninguna manera. Desde entonces, su vida será un continuo sucederse de dramas y fracasos.
El profeta es aquel que ve el mundo con los ojos de Dios. Está dotado de una aguda sensibilidad espiritual que lo lleva a darse cuenta inmediatamente de la distancia que separa el proyecto del Señor de las acciones de los hombres. Prueba una profunda amargura cuando el pueblo escoge caminos de muerte, cuando en la sociedad se institucionalizan relaciones injustas, cuando aquellos que deberían proteger a los débiles, defender al huérfano y a la viuda, se inclinan a favor de los poderosos. Entonces no logra reprimir su decepción, no puede callar.
Una fuerza divina, incontrolable, se desencadena en él y lo empuja a alzar la voz para denunciar el pecado, la opresión, los abusos, la violencia, las torpezas de quienes conducen el pueblo a la ruina. Jeremías es llamado a esta difícil misión. El muchacho tímido y lleno de mansedumbre ha sido destinado a convertirse en “hombre de pleitos y controversias con todo el mundo” (Jer 15,10).
En la segunda parte de la lectura (vv. 17-18) Dios anuncia a Jeremías lo que le va a suceder. No lo engaña, no le promete una vida fácil. Será, dice, como un soldado acorralado por los enemigos, como una fortaleza asediada por un ejército sediento de sangre.
¿Cómo lo envía Dios sabiendo que su profeta irá derecho al encuentro con la derrota y será víctima del odio de sus adversarios? La lectura termina con palabras de esperanza y de aliento. El Señor anuncia a Jeremías: “Lucharán contra ti pero no te vencerán, porque yo estoy contigo para librarte” (v.19).
Segunda Lectura: 1 Corintios 12,31–13,13
Hermanos, 12.31ustedes, por su parte, aspiren a los dones más valiosos. Y ahora les indicaré un camino mucho mejor. 13.1Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo estruendoso. 2Aunque tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera una fe como para mover montañas, si no tengo amor, no soy nada. 3Aunque repartiera todos mis bienes y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve. 4El amor es paciente, es servicial, el amor no es envidioso ni busca aparentar, no es orgulloso ni actúa con bajeza, 5no busca su interés, no se irrita, sino que deja atrás las ofensas y las perdona, 6nunca se alegra de la injusticia, y siempre se alegra con la verdad. 7Todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. 8El amor nunca terminará. Las profecías serán eliminadas, el don de lenguas terminará, el conocimiento será eliminado. 9Porque nuestra ciencia es imperfecta y nuestras profecías limitadas. 10Cuando llegue lo perfecto, lo imperfecto será eliminado. 11Cuando era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; al hacerme adulto, abandoné las cosas de niño. 12Ahora vemos como en un mal espejo, confusamente, después veremos cara a cara. Ahora conozco a medias, después conoceré tan bien como Dios me conoce a mí. 13Ahora nos quedan tres cosas: la fe, la esperanza, el amor. Pero la más grande de todas es el amor.
En Corinto –como hemos señalado los domingos pasados– existían desencuentros y envidias a causa de los carismas. Después de afirmar que todos los dones provienen del Espíritu y tienen como finalidad la construcción de la comunidad, Pablo indica a los cristianos un camino superior a todos: la caridad. Es curioso; está hablando de carismas –y la caridad es ciertamente un carisma– y, en vez de continuar en el mismo tono, introduce una imagen nueva, la del camino: “Les indicaré, dice, un camino mucho mejor”. La caridad, el mayor de los dones de Dios, es poseída por el hombre de manera progresiva. Solo el Padre es caridad en plenitud (cf. 1 Jn 4,8); el hombre –ser limitado– únicamente puede ‘encaminarse’ hacia esa meta. La caridad es un camino, un largo y fatigoso camino a recorrer.
El pasaje comienza con un elogio al amor (vv. 1-3). Dice que la caridad es superior a todos los otros dones: al de lenguas, a la profecía, a la fe, a los actos de caridad e incluso a la inmolación del propio cuerpo en el fuego, gesto éste que era considerado en aquel tiempo como la máxima expresión del coraje.
No hay que confundir el amor con la pasión egoísta que busca solamente el propio interés y el propio placer. Nosotros llamamos amor al deseo de poseer un bien que ya existe, o a la simple atracción física. En este sentido hablamos del amor de un joven por una bella muchacha. En realidad, este “amor” no es otra cosa que el deseo de poseerla, de retenerla toda para sí. El amor del que habla Pablo, por el contrario, es como el de Dios: no encuentra el bien, sino que lo crea. Es desde esta óptica desde la que hay que comprender la frase que Jesús repite con frecuencia: “Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos” (Mt 20,16).
Para nosotros los primeros son los buenos y los últimos los malos. Dios pone al revés esta calificación. Sus preferencias se inclinan hacia los pecadores por estar más necesitados de su amor: cuando estos se dejan invadir por su misericordia, se convierten en los primeros. Se pueden tener muchas bellas cualidades, llevar a cabo espléndidas iniciativas, pero si no nos mueve un amor completamente gratuito y desinteresado, si nos domina la vanidad y el deseo de afirmarnos a nosotros mismos, no poseemos la ‘caridad’.
En la segunda parte de la lectura (vv. 4-7) Pablo habla de la caridad como si fuera una persona. La presenta con una serie de quince verbos. Dice que es paciente, aguanta la injusticia, domina el resentimiento. Es amable, está siempre dispuesta a hacer el bien a todos. No es envidiosa. No es orgullosa, no falta al respeto. Es desinteresada, se preocupa por los problemas de los demás. No cede ante la provocación y triunfa siempre sobre el mal.
En la tercera parte (vv. 8-13) la caridad es comparada con los otros carismas. Éstos pasarán, no serán más necesarios, serán olvidados como juegos de infancia que, a un cierto punto, no son ya divertidos y se abandonan; la caridad, por el contrario, será eterna, no terminará nunca.
Evangelio: Lucas 4,21-30
21En aquel tiempo, comenzó Jesús decir en la sinagoga: “Hoy, en presencia de ustedes, se ha cumplido este pasaje de la Escritura”. 22Todos lo aprobaban, y estaban admirados por aquellas palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: “Pero, ¿no es éste el hijo de José?”. 23Él les contestó: “Seguro que me dirán aquel refrán: «Médico, sánate a ti mismo». Lo que hemos oído que sucedió en Cafarnaún, hazlo aquí, en tu ciudad”. 24Y añadió: “Les aseguro que ningún profeta es aceptado en su patria. 25Ciertamente, les digo que había muchas viudas en Israel en tiempo de Elías, cuando el cielo estuvo cerrado tres años y medio y hubo una gran carestía en todo el país. 26A ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta en Sidonia. 27Muchos leprosos había en Israel en tiempo del profeta Eliseo; pero ninguno fue sanado, sino Naamán el sirio”. 28Al oírlo, todos en la sinagoga se indignaron. 29Levantándose, lo sacaron fuera de la ciudad y lo llevaron a un barranco del monte sobre el que estaba edificada la ciudad, con intención de despeñarlo. 30Pero él, abriéndose paso entre ellos, se alejó.
El relato de hoy retoma el último versículo de la semana pasada y cuenta lo que ha sucedido en la sinagoga de Nazaret después de que Jesús proclamara el comienzo del año de gracia (v. 21). Las dificultades de este texto no son pocas; de ahí la multiplicidad de interpretaciones a que ha dado origen.
No se entienden muy bien los motivos por los que los habitantes de Nazaret pasan tan rápidamente de la admiración por Jesús a los insultos y, finalmente, al intento de lincharlo. No dijo nada provocador, ¿cómo es que reaccionan de este modo? No es clara tampoco la razón por la que cita los dos proverbios: “Médico, sánate a ti mismo” y “Ningún profeta es aceptado en su patria”. Éste último, especialmente, parece fuera de lugar: ¿Por qué habla de este modo si, aparentemente, lo están elogiando?
Marcos dice que “no pudo hacer allí ningún milagro” (Mc 6,5) a causa de su incredulidad. Lucas, por el contrario, nos hace suponer que los habitantes de Nazaret lo creen capaz de hacer milagros: ¿Por qué, entonces, no los hace? Finalmente desearíamos saber cómo ha podido escaparse de tanta gente enfurecida ¿Se ha volatilizado? En ese caso, hubiera realizado el milagro que sus paisanos esperaban. No puede ser. Cuando leyendo el Evangelio nos enfrentamos con detalles o expresiones que parecen extrañas e inverosímiles, hay que alegrarse: son señales preciosas que nos invitan a ir más allá del “dato de crónica” y buscar el significado más profundo del episodio.
Existe un hecho más o menos referido explícitamente por los cuatro evangelistas: los habitantes de Nazaret y sus mismos familiares no creyeron en Jesús (cf. Mc 3,21; Jn 7,5). Mateo y Marcos ubican este rechazo al final de la predicación en Galilea (cf. Mc 6,1-6; Mt 13,53-58). Lucas, por su parte, lo anticipa al comienzo de la vida pública por un motivo teológico y pastoral.
Lo que ha sucedido en la sinagoga de Nazaret es como una obertura de toda la misión de Jesús. En este preludio se insinúan ya los temas principales de su mensaje (la Salvación de los pobres, de los débiles, de los oprimidos): la acogida inicialmente favorable, después la incomprensión, el rechazo, y, finalmente, la condena a muerte. El intento de linchamiento que tuvo lugar en Nazaret tiene su paralelo en la escena de la Pasión, cuando Jesús es conducido fuera de la ciudad para ser ajusticiado. Y la expresión “¡Médico, sánate a ti mismo!” hace referencia al escarnio que le dirigen al pie de la cruz: “Ha salvado a otros; que se salve a sí mismo” (Lc 23,35).
Analizado el objetivo teológico del evangelista, veamos cuáles son las razones por las que los coterráneos de Jesús reaccionan a sus palabras de manera tan agresiva. Aparentemente, al comienzo la asamblea aprueba unánimemente el discurso pronunciado por Jesús en la sinagoga: “Todos lo aprobaban, y estaban admirados por aquellas palabras de gracia que salían de su boca” (v. 22). Pero si nos quedamos en la literalidad de este texto, nos resultaría difícil explicar lo que viene a continuación. La posterior actitud de los oyentes solo puede explicarse porque algo de lo que Jesús dijo o hizo lesionó profundamente su sensibilidad provocando su agresividad.
Durante la celebración, era costumbre que quien proclamaba el segundo texto bíblico leyera, al menos, tres versículos del libro de un profeta. En la sinagoga de Nazaret es probable que no tuvieran, por ser costosos, todos los libros de los profetas sino solo el de Isaías. Seguramente que –leído y releído cada sábado– todos conocían ya el texto de memoria. El pasaje escogido por Jesús, por otra parte, es uno de los más conocidos.
La irritación de los oyentes podría haber sido provocada por el hecho de que Jesús hubiera bruscamente interrumpido la lectura después de haber leído solamente un versículo y medio. ¿Por qué la ha interrumpido? Si se sigue leyendo, se intuye la razón. Después de “Me ha enviado…para proclamar el año de gracia del Señor”, el texto continúa “y el día del desquite de nuestro Dios” (Is 61, 2).
Ésta era la frase que todos querían oír. Los habitantes de Nazaret, como todos los israelitas, suspiraban por este desquite, esta venganza; esperaban ansiosamente la intervención punitiva de Dios contra los paganos que por tantos siglos los habían oprimido. Y precisamente ahora, que finalmente parecía haberles llegado el momento a los enemigos de Israel de rendir cuentas, en lugar de la venganza, Jesús anuncia «un año de gracia», la condonación de toda la deuda, la benevolencia incondicionada de Dios para con todos. Sus “palabras de gracia” contienen un mensaje inaceptable, inaudito. Todos en la sinagoga son testigos de su manera facciosa de leer los libros santos. ¿Quién se cree que es? ¿No es, acaso, el hijo de José, el carpintero?
El contraste entre la mentalidad tradicional que espera a un Mesías glorioso, vencedor y vengador, y las palabras de gracia pronunciadas por Jesús es radical. Y saldrá a relucir a lo largo de toda su vida pública. Es el conflicto profetizado por Simeón: “Este niño está colocado de modo que todos en Israel caigan o se levanten; será signo de contradicción y así se manifestarán claramente los pensamientos de todos” (Lc 2,34-35).
Jesús no busca rebajar la tensión, limar las divergencias diciendo que todo se ha debido a un simple malentendido. No, la agrava más, si cabe, con dos proverbios: “Médico, sánate a ti mismo” y “Ningún profeta es aceptado en su patria” (vv. 23-24), que provoca una segunda, punzante desilusión entre sus compatriotas. Han oído hablar de los prodigios realizados en Cafarnaún y se han hecho la ilusión de poder presenciar en Nazaret esos milagros que anunciarían el comienzo de la era mesiánica. Los dos proverbios son un desmentido a sus expectativas, un alejamiento por parte de Jesús, de sus convicciones, de sus sueños; una condena de sus ilusiones.
En la segunda parte del evangelio de hoy (vv. 25-27), la discusión sube de tono y se convierte en provocación. Jesús explica las razones por las que no hace en su aldea los prodigios realizados en Cafarnaún: se comporta como Elías y Eliseo, quienes han socorrido a extranjeros en vez de ayudar a la gente necesitada de su pueblo.
¡Esto ya es demasiado! ¡Hasta ahí podíamos llegar! Y los habitantes de Nazaret saben muy bien a dónde quiere llegar Jesús: Israel no es el único destinatario de las promesas hechas a Abrahán y a su descendencia. Ya no les había sentado bien la decisión de Jesús de abandonar la aldea para trasladarse a Cafarnaún, una ciudad comercial llena de paganos donde la vida no va siempre de acuerdo con las normas de la pureza legal. Ahora se dan cuenta de que el suyo no era solamente un gesto aislado sino el signo claro de su herético convencimiento de que la Salvación de Dios se extendía a todos los pueblos.
Sus palabras de gracia irritan a toda la asamblea: son un desafío a la mezquindad y sordidez de sus convicciones religiosas. A este punto no nos extraña la reacción de sus oyentes: fuera de sí por la indignación y el desprecio hacia Jesús, la asamblea se levanta y actúa: “lo sacaron fuera de la ciudad y lo llevaron a un barranco con intención de despeñarlo” (Lc 4,29).
El último versículo: “Pero él, abriéndose paso entre ellos, se alejó” (30) no se refiere a una huida milagrosa. Es un mensaje de consolación y de esperanza que Lucas quiere dar a los cristianos de sus comunidades, que muchas veces tienen que enfrentarse a oposiciones, incomprensiones, desacuerdos, hostilidad. El riesgo que corren es olvidarse de que se está repitiendo en ellos lo ocurrido a tantos profetas y también a su Maestro.
Protegidos por Dios –asegura Lucas– pasarán también ellos por medio de las persecuciones y continuarán seguros, como Él, caminando hacia la meta.