Quinto Domingo de Cuaresma – Año C
DIOS SALVA – DIOS NO CONDENA
Introducción
La creencia en un juicio de Dios es prácticamente idéntica en todas las religiones, en cuanto que todas expresan el concepto de justicia común a todos los hombres. La famosa escena de la balanza con sus dos platos en perfecto equilibrio se reproduce en todos los sarcófagos del antiguo Egipto. En uno de ellos hay una pluma, símbolo de Maat, diosa de la sabiduría; en el otro, el corazón del fallecido llevado de la mano por el dios Anubis. La felicidad o la futura ruina del que fue sometido a juicio la decidirá el peso que incline la balanza a un lado o al otro.
El Corán da a Dios el maravilloso título de «el mejor de los que perdonan». Pero también en el Islam el día del juicio es el momento de la separación entre justos y malvados. Los primeros son introducidos en el paraíso, los otros conducidos al infierno. “Dios premia a los buenos y castiga a los malos, porque es la Justicia infinita”, decía también el antiguo Catecismo de la Doctrina Cristiana.
¡Ardua tarea la de armonizar la justicia de Dios con su misericordia! Los rabinos del tiempo de Jesús argumentaban que la misericordia solo interviene cuando, a la hora de la verdad, las buenas y las malas acciones están equilibradas. Este enigma solo puede resolverse a la luz de la Palabra de Dios que hoy nos pide, ante todo, alejarnos de las creencias antiguas, aunque estén profundamente enraizadas en nosotros. En la primera lectura, el profeta recomienda: “No recuerden lo de antaño, no piensen en lo antiguo; miren que realizo algo nuevo”.
En el comportamiento de Jesús que nos presenta el Evangelio, aparece la nueva, la sorprendente, la "escandalosa” justicia de Dios. Él no condena a nadie, salva a todos.
- Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“Tú, Señor, no quieres la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”.
Primera Lectura: Isaías 43,16-21
16Así dice el Señor, que abrió camino en el mar y senda en las aguas impetuosas; 17que sacó a batalla carros y caballos, tropa con sus valientes: “Caían para no levantarse; se apagaron como mecha que se extingue. 18No recuerden lo de antaño, no piensen en lo antiguo; 19miren que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notan? Abriré un camino por el desierto, ríos en el arenal; 20me glorificarán las fieras salvajes, chacales y avestruces, porque ofreceré agua en el desierto, ríos en el arenal, para apagar la sed de mi pueblo, de mi elegido. 21El pueblo que yo me formé para que proclamara mi alabanza”.
Israel siempre ha construido el propio futuro mirando al pasado, encontrando en su historia nuevos impulsos y nuevas ideas para seguir adelante. Algunos han comparado este pueblo a los remeros que avanzan dando la espalda a la meta. Se orientan fijando los ojos en el punto de partida y en el camino ya recorrido. Israel ha superado momentos dramáticos, se ha mantenido siempre unido como pueblo, incluso cuando fueron deportados y esparcidos entre las naciones. Ha mantenido su identidad gracias a su capacidad de recordar, de hacer referencia a su pasado. El primer compromiso de padres israelitas ha sido el de meditar y transmitir a los hijos lo ocurrido en tiempos pasados: “Lo que oímos y aprendimos, lo que nos contaron nuestros padres, no lo ocultaremos a nuestros hijos, lo contaremos a la siguiente generación… las maravillas que realizó” (Sal 78,3-4).
En la primera parte de la lectura (vv. 16-17) se revive el acontecimiento más importante del pasado, el que nadie puede olvidar, el Éxodo. Es narrado con imágenes grandiosas: Dios ha intervenido con su poder, ha dominado las aguas impetuosas y, a través del mar, ha abierto un camino para su pueblo. Ha desafiado después a las tropas aguerridas del faraón, haciendo salir de Egipto a carros y caballos, a su ejército y sus capitanes para venderlos a todos, apagando su ardor con la facilidad con que se apaga una mecha.
Si la memoria se reduce a la fría reminiscencia de acontecimientos ocurridos en tiempos antiguos, lo más que puede producir es una lacerante pero vana nostalgia. La recomendación: “Acuérdate de los días remotos, considera las épocas pasadas, pregunta a tus padres y te lo contarán, a tus ancianos y te lo dirán” (Deut 32,7) tiene otro objetivo; quiere que el recuerdo ayude a comprender el presente y estimule a mirar al futuro con lucidez. Pero existe otro peligro: Frente a las maravillosas gestas realizadas en el pasado, se podría pensar que Dios ha dado ya lo mejor de sí mismo y que le es imposible superarse.
En la segunda parte de la lectura (vv. 18-21) es el mismo Dios quien responde a esta pregunta. Dice a los hijos de Israel: “No recuerden lo de antaño, no piensen en lo antiguo; miren que realizo algo nuevo ya está brotando, ¿no lo notan? Abriré un camino por el desierto, ríos en el arenal”.
¿Qué hará el Señor? Librará a su pueblo de la esclavitud en Babilonia, lo traerá de regreso a su tierra. Para hacer más llevadera la vuelta, les preparará un camino a través del desierto; para saciar su sed, hará brotar manantiales de agua. Los israelitas beberán en la misma fuente con animales salvajes, chacales, avestruces, como ocurría en el paraíso terrenal.
Se trata de imágenes poéticas, esplendidas imágenes que muestran cómo Dios nunca se olvida del hombre. No ha actuado solo en el pasado; continúa manifestando su amor, realizando gestas aun más sorprendentes. Para verlas basta contemplar los acontecimientos con ojos de fe.
Segunda Lectura: Filipenses 3,8-14
8Todo lo considero pérdida comparado con el bien supremo de conocer a Cristo Jesús mi Señor; por Él doy todo por perdido y lo considero basura con tal de ganarme a Cristo 9y estar unido a Él, no con mi propia justicia basada en la Ley, sino con aquella que nace de la fe en Cristo, la justicia que Dios concede al que cree. 10Lo que quiero es conocer a Cristo, y sentir en mí el poder de su resurrección, tomar parte en sus sufrimientos; configurarme con su muerte 11con la esperanza de alcanzar la resurrección de la muerte. 12No es que haya alcanzado la meta ni logrado la perfección; yo sigo adelante con la esperanza de alcanzarlo, como Cristo [Jesús] me alcanzó. 13Hermanos, yo no pienso haberlo alcanzado. Digo solamente esto: olvidándome de lo que queda atrás, me esfuerzo por lo que hay por delante 14y corro hacia la meta, hacia el premio al cual me llamó Dios desde arriba por medio de Cristo Jesús.
Pablo era un fariseo; observaba fielmente y defendía con furia la Ley, convencido de alcanzar la Salvación a través del cumplimiento de todas las tradiciones de los antiguos. Sin embargo, cuando se encontró con Cristo, rompió con su pasado y se abrió a la novedad del Evangelio. A partir de ese día, todo aquello en que había puesto su confianza perdió valor, lo consideró como ‘basura’ (v. 8).
Es difícil dar un corte tan limpio con el pasado como hizo Pablo. Pensemos cuánto cuesta renunciar a convicciones asimiladas desde niños y que nos hacen aceptar como lógico y justo lo que todo el mundo considera ‘normal’, incluso si es incompatible con la novedad de vida que Jesús pide a sus discípulos.
La meta a alcanzar es el conocimiento de Cristo. El verbo conocer, en la Biblia, no tiene solamente, como para nosotros, un significado conceptual, racional. Implica el compromiso activo de toda la persona. Pablo aspira a una plena adhesión a Cristo: quiere asimilar sus pensamientos, sus opiniones, sus palabras, su forma de comportarse.
En la segunda parte de la lectura (vv. 12-14), Pablo tiene que admitir que está aun muy lejos de la meta. Desarrollando la imagen del atleta que compite en el estadio, dice que él continúa corriendo. Quiere ganar el premio y está seguro de obtenerlo un día, no por sus propios esfuerzos y méritos sino porque Dios lo acompaña.
Evangelio: Juan 8,1-11
1Jesús se dirigió al Monte de los Olivos. 2Por la mañana volvió al templo. Todo el mundo acudía a Él y, sentado, los instruía. 3Los letrados y fariseos le presentaron una mujer sorprendida en adulterio, la colocaron en el centro, 4y le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. 5La ley de Moisés ordena que mujeres como ésta sean apedreadas; tú, ¿qué dices?”. 6Decían esto para ponerlo a prueba, para tener de qué acusarlo. Jesús se agachó y, con el dedo, se puso a escribir en el suelo. 7Como insistían en sus preguntas, se incorporó y les dijo: “El que no tenga pecado, tire la primera piedra”. 8De nuevo se agachó y seguía escribiendo en el suelo. 9Los oyentes se fueron retirando uno a uno, empezando por los más ancianos hasta el último. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí en el centro. 10Jesús se incorporó y le dijo: “Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?”. 11“Ella contestó: Nadie, Señor”. Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Ve y en adelante no peques más”.
Si leyendo un libro descubrimos que una página fue arrancada, lo primero que pensamos es que contenía material escabroso o inconveniente y que una mano piadosa, para evitar problemas a lectores inmaduros, eliminó el texto ofensivo. Pues bien, en los primeros siglos de la Iglesia, cuando se transcriben los libros del Nuevo Testamento, esta página del Evangelio de hoy desapareció de casi todas las copias.
Debe haberla escrito Lucas (el tema, el estilo, el lenguaje son suyos) y su lugar natural es al final del capítulo 21. Es allí, en efecto, donde la colocan un número importante de manuscritos antiguos. Desde luego, este relato no es de Juan y nadie sabe cómo pasó al octavo capítulo del cuarto evangelio. Tal vez porque, algunos versículos más abajo, se encuentra la frase de Jesús: “Yo no juzgo a nadie” (Jn 8,15). En cualquier caso, está claro que este texto ha tenido una historia bastante turbulenta.
¿La razón? San Agustín dio la suya un poco expeditiva y obvia: “Algunos fieles de poca fe, o más bien enemigos de la verdadera fe, probablemente temían que la acogida de Jesús a la pecadora diera patente de inmunidad a sus mujeres”. Dicho de otra manera: maridos, padres, líderes de la comunidad deben haber pensado que las palabras de Jesús –“Yo no te condeno"–podrían ser mal interpretadas y, por tanto..., era mejor ignorar el relato.
El verdadero motivo, sin embargo, de esta sospechosa página censurada, sea tal vez otro: la práctica penitencial que se había establecido en los primeros siglos de la Iglesia.
Con el aumento del número de cristianos en los primeros siglos, había decaído la calidad moral de la comunidad dando paso a un cierto laxismo que justificaba cualquier comportamiento como lícito. Como reacción, se había extendido la creencia de que la Iglesia, tratándose de pecados graves, podía perdonar al pecador, sí, pero solo una vez en la vida. A los reincidentes no les quedaba otra alternativa que esperar al severo juicio de Dios. Es lógico, pues, que los rigoristas prefirieran soslayar y no dar ninguna importancia al episodio de la adúltera.
Quienes, por otra parte, favorecían una actitud más benévola y comprensiva, recurrían de buena gana a este relato. En las Constituciones apostólicas –un importante libro del siglo IV– se recomienda al obispo que, en el trato con los pecadores, imite lo que Jesús hizo “con aquella mujer que había pecado y a quien los viejos habían arrastrado ante Él”.
El caso es que, con sospecha o simpatía, el relato permaneció después de todo en los evangelios, pero a costa de buscarle una explicación a la ‘frase infractora’ que algunos hubieran preferido que Jesús no hubiese pronunciado: “Yo no te condeno”. Se recurrió a explicaciones como esta: “¡Vean lo bueno que es el Señor! La mujer tenía que ser lapidada, pero, gracias a su gran arrepentimiento, Jesús la defendió y después la perdonó”. Explicación inútil porque no hay absolutamente nada en el texto evangélico que nos haga suponer que la adúltera se había arrepentido. Y es justamente ésta la razón del tortuoso recorrido histórico de esta página del relato.
¿Tiene algo de extraño que Jesús perdone a un pecador arrepentido? La mujer del relato, sin embargo, fue perdonada por Jesús sin esperar a que pidiera perdón. No nos confundamos con el episodio de la pecadora de quien Lucas habla en otra parte de su evangelio: la que lloró, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos (cf. Lc 7,36-50); la adúltera del evangelio de hoy no ha hecho nada de eso. Ha sido sorprendida in fraganti, apresada, amenazada, tal vez golpeada y después arrojada ante Jesús. Nada más. Por supuesto que ella estaría traumatizada, asustada, avergonzada. Pero suponer que en esas condiciones haya pensado a un ‘acto de contrición perfecto’ ¡es pura fantasía!
¿Por qué la preocupación de excusar y defender a Jesús? Él no tiene necesidad de nuestras justificaciones y defensas. ¿Nos sorprende? ¿Nos desconcierta? Muy bien. Quizás no estemos de acuerdo con su manera de actuar, pero no se puede negar, modificar ni minimizar el desafiante alcance de un comportamiento como el suyo.
Una mujer es sorprendida... ¡no precisamente cuando está rezando el rosario! No es de extrañar que no molestaran a su pareja o cómplice, pues siempre ocurre lo mismo: la agresividad, la violencia, la pasión se desahoga siempre contra los más débiles; en este caso, la mujer; los fuertes, como el hombre del relato, siempre logran escabullir el bulto.
La Ley castigaba el adulterio con la muerte (cf. Lev 20,10). En la práctica, sin embargo, los jueces solían siempre cerrar un ojo y nunca condenaban a la pena capital. Por otra parte, cuando la Biblia impone esta pena, no pretende la ejecución real. Lo hace para poner de relieve la gravedad del delito. Basta con pensar que también la pena de muerte era prevista para quien pegaba a su propio padre (cf. Éx 21,15).
No sabemos quiénes eran entonces los ‘guardianes’ de las ‘buenas costumbres’ de Jerusalén, pero una cosa es cierta: entonces, como ahora, había gente obsesionada con los pecados sexuales cometidos por otros. ¿Cómo se explica este fanatismo en la defensa de la decencia pública? ¿Son realmente puros e inocentes estos moralizantes? ¿Por qué disfrutan sacando a la luz pública los pecados ajenos? Tal vez se trate de gente enferma que desearía hacer las mismas cosas pero, al no poder, se ensañan contra quienes las hacen.
A uno de estos vigilantes de la moralidad se le debe haber ocurrido la idea: ¿Qué tal si llevamos a esta p…, pecadora, al maestro galileo, a ese tal que siempre está a favor de los corruptos? ¡A ver si es capaz de defenderla! ¡A ver qué cara pone cuando no tenga más remedio que pronunciarse contra una ‘de los suyos’! (cf. Mt 11,19).
Encuentran a Jesús sentado en el patio del templo, rodeado de mucha gente escuchándolo atentamente. Arrastran a la mujer en medio de ellos y la dejan ahí, “de pie delante de todos”. Después, con malévola sonrisa, le preguntan: “Maestro… la Ley de Moisés ordena que mujeres como ésta sean apedreadas. Tú ¿qué dices?”
Jesús no responde. Se inclina y comienza a escribir en el suelo. ¿Qué escribe? La opinión –que se extendió a partir de San Jerónimo– según la cual Jesús habría escrito los pecados de los acusadores, no tiene sentido y ya nadie la acepta. Sin embargo, está bien documentada la costumbre entre los pueblos semitas de escribir garabatos en el suelo mientras piensan o para descargar la tensión o controlar la irritación ante preguntas absurdas o provocadoras.
Jesús podía haber salido del paso de una manera muy simple: invitando a los acusadores a presentar el caso ante los jueces legítimos. El tribunal del Sanedrín se encontraba a escasos cien metros de distancia. Pero esto significaba abandonar a aquella mujer en manos de los ‘vigilantes de la moral pública’ que la exhibían ya como un trofeo, como una presa. Por eso levanta la cabeza y dice: “El que no tenga pecado tire la primera piedra”. Luego se inclina de nuevo y continúa trazando líneas en el suelo.
Los acusadores, ante estas palabras, comienzan a sentirse incómodos: han sido desenmascarados; su hipocresía está a la vista de todos. Bajan los ojos y, con gesto desenvuelto como para ocultar el bochorno y la vergüenza, se van alejando, comenzando por los más viejos, por los ‘presbíteros’ –dice el texto griego. Solo se queda Jesús a solas con la mujer.
Consideremos la posición de ambos. La mujer está de pie, como los acusados durante los juicios (v. 3) y Jesús, sentado (v. 2). Durante todo el diálogo ninguno de los dos cambia de posición: Jesús se inclina (v. 6), levanta la cabeza (v. 7), se inclina de nuevo (v. 8), pero permanece siempre sentado y la mujer de pie… “allí en el centro” (v. 9).
A continuación, el versículo 10 de nuestro texto dice que "Jesús se incorporó", dando la idea de que, para juzgar, se puso de pie. No es así. El verbo utilizado es el mismo que en el versículo 7 y ha sido traducido como “alzó la cabeza”. Jesús se quedó como estaba, abajo, en la posición del sirviente, no del juez que mira desde arriba a los acusados. Solo ha levantado la cabeza para derramar sobre la mujer, con la dulzura de su mirada, la ternura de Dios, que no condena nunca a nadie. Todos se han marchado, los acusadores, la multitud e incluso los discípulos. Solo Jesús ha permanecido para pronunciar la sorprendente sentencia: no hay condena.
El evangelio hace hincapié en que los primeros en alejarse fueron los más viejos. Tal vez sean las personas más maduras de la comunidad las que deban ser invitadas a hacer un examen de conciencia. A menudo son estas personas las que se deleitan en “tirar piedras” con chismes y difamaciones.
Si Jesús no juzga ni condena, entonces, ¿quiere decir que el pecado es cosa de poca importancia? ¿Lo mismo da comportarse bien que mal? ¡No! El pecado es un mal muy grave porque destruye la vida de quien lo comete. Jesús no dice a la mujer: “Vete en paz; has hecho bien en traicionar a tu marido; sigue haciendo lo mismo”, sino que le dice: “Deja de hacerte daño a ti misma; no repitas el error de arruinarte la vida por un momento de placer”.
Nadie aborrece tanto el pecado como Jesús, porque nadie ama al hombre más que Él. Sin embargo, no condena a quien se equivoca (y no permite que nadie le arroje piedras) para no añadir otro quebranto al mal que el pecador ya se ha hecho a sí mismo. Tal vez Él no condene ahora, pero ¿juzgará y castigará un día a sus hijos e hijas que han cometido el mal? Prestemos atención. Jesús no dice a la mujer pecadora: “Por esta vez no te condeno”. Esto hubiera satisfecho a los rigoristas de los primeros siglos. Jesús dice: “Yo no te condeno”, ni hoy, ni mañana, ni nunca.
Esta página del Evangelio sigue incomodando hoy tanto como lo hizo entonces. Sigue inquietando a quienes continúan arrogándose, desde la roca inexpugnable de su respetabilidad, el derecho a lanzar piedras, no ya con las manos, sino difamando, marginando, pronunciando juicios severos, alimentando desconfianzas, difundiendo habladurías. Jesús no tolera que nadie arroje estas piedras dolorosas y crueles contra quienes apenas se sostienen de pie, doblegados bajo el peso de los propios errores.