Segundo Domingo de Pascua – Año C
ES DIFÍCIL DE CREER, INCLUSO PARA QUIEN HA VISTO
Introducción
"¡Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven!", ha dicho un día Jesús (Lc 10,23). Los discípulos que acompañaron al Maestro durante su vida pública son llamados por Lucas “testigos de los acontecimientos que han tenido lugar entre nosotros” (Lc 1,1-2). Es innegable: son bienaventurados porque han visto. Entre ellos está también Tomás.
Sin embargo, esta experiencia ha sido solamente la primera etapa de un camino de compromiso, el que debía llevarlos a la fe.
Muchos que, como ellos, vieron no llegaron, sin embargo, a creer; baste pensar a las lamentaciones pronunciadas por Jesús contra Corozaín, Betsaida y Cafarnaúm, las ciudades del lago que presenciaron los signos que realizaba y no se convirtieron (cf. Lc 10,13-15). El ver puede ser causa de bienaventuranza, pero no es suficiente.
Después de la Pascua, el Señor –que ya no puede ser visto con los ojos los materiales– proclama otra bienaventuranza: “Dichosos los que no vieron y sin embargo creen”. Son bienaventurados si, mediante la escucha, llegan a la misma meta: la fe. A estos dirige Pedro palabras conmovedoras: “Ustedes lo aman sin haberlo visto y, creyendo en Él sin verlo todavía, se alegran con gozo indecible y glorioso” (1 Pe 1,8).
Es la alegría asegurada a quien se fía de la Palabra, no de la de los hombres sino de la de Cristo, contenida en las Escrituras y comunicada a la Iglesia por los apóstoles, como Juan nos lo recuerda en la conclusión de su evangelio.
- Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“Bienaventurados nosotros que, sin haber visto, creemos”.
Primera Lectura: Hechos 5,12-16
12Los apóstoles realizaban muchas señales y milagros entre el pueblo. Todos íntimamente unidos acudían al pórtico de Salomón; 13pero de los extraños nadie se atrevía a juntarse con ellos aunque el pueblo los estimaba mucho. 14Se les iba agregando un número creciente de creyentes en el Señor, hombres y mujeres; 15y hasta sacaban los enfermos a la calle y los colocaban en catres y camillas para que, al pasar Pedro, al menos su sombra los cubriese. 16También los vecinos de los alrededores de Jerusalén llevaban enfermos y poseídos de espíritus inmundos, y todos se sanaban.
La lectura describe la vida de la primera comunidad cristiana de Jerusalén. Veamos sus características ya que éstas deben ser reproducidas en nuestras comunidades de hoy.
Era ante todo una comunidad unida: “Todos, íntimamente unidos…” (v. 12). La fe cristiana no puede ser vivida en soledad, en el aislamiento de los demás. El cristiano no es uno que se las entiende a solas con Dios. La Iglesia no es el lugar donde cada creyente va individualmente a proveerse de lo que necesita para salvar su propia alma. Los cristianos constituyen una familia, son solidarios los unos con los otros y, de alguna manera, se sienten responsables de todo lo que sucede a sus hermanos y hermanas.
También hoy nos reunimos para orar como hacían los primeros cristianos de Jerusalén. Durante la celebración nos estrechamos la mano, nos sonreímos, unimos nuestras voces para alabar al Señor y oramos los unos por otros. Es algo hermoso, una señal de lo que siempre debemos ser, no solo dentro de la Iglesia, sino también afuera.
La segunda característica de los primeros cristianos es que fueron personas muy queridas por los demás: “El pueblo los estimaba mucho” (v. 13). La vida de los que habían abrazado la fe despertaba interés y admiración porque era radicalmente diferente a la de otras personas. No actuaban para hacer alarde de la propia integridad y superioridad moral; de ahí que quien los observaba no se sentía irritado y molesto por esta vida singular sino deseoso de imitarlos.
La tercera característica es la fuerte atracción que ejerce la comunidad primitiva sobre todos: “Se les iba agregando el número creciente de creyentes en el Señor, hombres y mujeres” (v. 14).
¿Qué impulsaba a tantas personas a convertirse en discípulos de Cristo? Lo aclara la segunda parte de la lectura (vv. 15-16.): las gentes les “llevaban enfermos y poseídos de espíritus inmundos, y todos se sanaban”. No se trata de prodigios extraños y curiosos; son totalmente diversos de los atribuidos a brujos, hechiceros, a los magos de hoy. Los gestos realizados por los apóstoles son los mismos que los realizados por Jesús, son obras en favor de las personas: la atención a los enfermos, la Salvación de quien se siente oprimido por el mal o que vive en estado de infelicidad. Esta es la prueba de que Jesús está vivo y ha comunicado a los discípulos su propio poder sanador.
Segunda Lectura: Apocalipsis 1,9-11a.12-13.17-19
9Yo Juan, hermano de ustedes, con quienes comparto las pruebas, el reino y la paciencia por Jesús, me encontraba exilado en la isla de Patmos a causa de la Palabra de Dios y del testimonio de Jesús. 10Un domingo, se apoderó de mí el Espíritu, y escuché detrás de mí una voz potente, como de trompeta 11que decía: “Lo que ves escríbelo en un libro y envíalo a las siete Iglesias”. …12Me volví para ver de quién era la voz que me hablaba y, al volverme, vi siete lámparas de oro 13y en medio de las lámparas una figura humana, vestida de larga túnica, el pecho ceñido de un cinturón de oro… 17Al ver esto, caí a sus pies como muerto; pero él, poniéndome encima la mano derecha, me dijo: “No temas. Yo soy el primero y el último, 18el que vive; estuve muerto y ahora ves que estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y el abismo. 19Escribe lo que viste: lo de ahora y lo que sucederá después”.
La lectura nos presenta la visión con la que se abre el libro de Apocalipsis. El autor, que se identifica como Juan, dice estar en Patmos, una isla en el mar Egeo. Ha sido deportado allí a causa de su fe en Cristo, probablemente a causa de su negativa de rendir culto al emperador.
Son tiempos difíciles. Estamos en los años en que Domiciano, un megalómano que ha llenado el imperio de estatuas suyas, reina en Roma. Siguiendo el ejemplo de Julio César y de Augusto, ha dado su nombre a un mes del año (Octubre) llamado Domicio por ser el mes de su nacimiento. Ha erigido por doquier templos en su honor y establecido que todo edicto emitido en su nombre comience con las palabras: «Domiciano, nuestro Señor y nuestro Dios, ordena que...».
Esta pretensión del emperador de ser adorado como un dios plantea conflictos de conciencia a los cristianos de Asia Menor. Muchos de ellos se niegan y, por tanto, sufren acosos y abusos. Para animarlos a permanecer firmes en la fe, el autor del Apocalipsis escribe su visión y utiliza imágenes que, para ser entendidas, necesitan una explicación.
Juan ve a un «Hijo del Hombre» en medio de siete candeleros; lleva vestidura blanca que le llega hasta los pies y está ceñido con un cinturón de oro (vv. 12-13).
El Hijo del Hombre es el Señor resucitado. La larga vestidura, usada por los sacerdotes del templo, indica que Jesús es ahora el único sacerdote. El cinturón de oro que le rodea la cintura era el símbolo de la realeza. Jesús, por lo tanto, es presentado como el único rey. Los siete candelabros representan la totalidad de las comunidades cristianas (el número siete indica totalidad). Hay que recordar que, en Oriente, durante las ceremonias en honor del emperador, era costumbre inclinarse ante una imagen suya, colocada en medio de candelabros.
El sentido de esta escena grandiosa es el siguiente: el Señor resucitado, no el emperador, es el centro de adoración de todas las comunidades cristianas. Él es el rey que guía y gobierna con su Palabra; es Él el sacerdote que, dando su propia vida, ofrece el único sacrificio agradable a Dios.
El autor del Apocalipsis invita a todas las comunidades cristianas a hacer un examen de conciencia y preguntarse a quién colocan en el centro de sus reuniones en el día del Señor: ¿es al Resucitado y su Palabra u a otras personas y otras palabras? ¿A quién adoran, a qué rey obedecen: a Cristo o a los poderes fácticos?
Evangelio: Juan 20,19-31
19Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se colocó en medio y les dijo: “La paz esté con ustedes”. 20Después de decir esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron al ver al Señor. 21Jesús repitió: La paz esté con ustedes. Como el Padre me envió, así yo los envío a ustedes. 22Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: “Reciban el Espíritu Santo. 23A quienes les perdonen los pecados les quedarán perdonados; a quienes se los retengan les quedarán retenidos”. 24Tomás, llamado Mellizo, uno de los Doce, no estaba con ellos cuando vino Jesús. 25Los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Él replicó: “Si no veo en sus manos la marca de los clavos, si no meto el dedo en el lugar de los clavos, y la mano por su costado, no creeré”. 26A los ocho días estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa y Tomás con ellos. Se presentó Jesús a pesar de estar las puertas cerradas, se colocó en medio y les dijo: “La paz esté con ustedes”. 27Después dijo a Tomás: “Mira mis manos y toca mis heridas; extiende tu mano y palpa mi costado; en adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe”. 28Le contestó Tomás: “Señor mío y Dios mío”. 29Le dijo Jesús: “Porque me has visto, has creído; felices los que crean sin haber visto”. 30Otras muchas señales hizo Jesús en presencia de sus discípulos, que no están relatadas en este libro. 31Éstas quedan escritas para que crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida por medio de Él.
El pasaje de hoy está dividido en dos partes que corresponden a las apariciones del Resucitado. En la primera (vv. 19-23) Jesús dona su Espíritu a sus discípulos y, con él, el poder de vencer a las fuerzas del mal. Es el mismo pasaje que encontraremos y comentaremos en la fiesta de Pentecostés. En la segunda (vv. 24-31) se narra el famoso episodio de Tomás.
La duda de este apóstol ha entrado a formar parte del lenguaje popular: “Eres incrédulo como Tomás”. Sin embargo, mirándolo bien, parece que no haya hecho nada reprochable: pedía solamente ver lo que los otros habían visto. ¿Por qué esperar solamente de Tomás una fe basada en la palabra? ¿Ha sido él, en realidad, el único en dudar mientras que los otros habrían creído en el Resucitado de un modo fácil e inmediato? Parece que no ha sido así.
En el evangelio de Marcos se dice que Jesús “los reprendió por su incredulidad y obstinación al no haber creído a los que lo habían visto resucitado” (Mc 16,14). En el evangelio de Lucas, el Resucitado se dirige a los discípulos, espantados y llenos de miedo, y les pregunta: “¿Por qué se asustan tanto? ¿Por qué tantas dudas?” En la última página del evangelio de Mateo, se llega a decir que, cuando Jesús se apareció a sus discípulos sobre un monte de la Galilea (por tanto, mucho tiempo después de las apariciones de Jerusalén), algunos dudaron (Mt 28,17).
¡Todos dudaron! No solamente el pobre Tomás… ¿Por qué, entonces, el evangelista Juan parece como si quisiera concentrar en Tomás las dudas que atormentaron a todos por igual? Tratemos de averiguarlo.
Cuando Juan escribe (hacia el año 95 d.C.) hacía ya tiempo que Tomás estaba muerto. El episodio, por tanto, no se refiere evidentemente para desacreditarlo. Si se ponen de relieve los problemas de fe que el apóstol ha tenido, la razón es otra: el evangelista quiere responder a los interrogantes y objeciones crecientes de los cristianos de su comunidad. Se trataba de creyentes de la tercera generación que no habían visto al Señor. Muchos de ellos ni siquiera habían conocido a ninguno de los apóstoles. Les cuesta creer; se debaten en medio de dudas; quieren ver, tocar, verificar si verdaderamente el Señor ha resucitado. Se preguntan: ¿Cuáles son las razones para creer? ¿Hay pruebas de que esté vivo? ¿Por qué no se aparece más? Son preguntas que nos hacemos también los cristianos de hoy.
A estas preguntas Marcos, Lucas y Mateo responden diciendo que todos los apóstoles han tenido dudas. La fe en el Resucitado no ha resultado fácil ni rápida para ninguno; ha sido, por el contrario, un camino largo y fatigoso, a pesar de las muchas pruebas que Jesús les ha dado de estar vivo y de haber entrado en la gloria del Padre.
La respuesta que da el evangelista Juan es distinta; propone a Tomás como símbolo de las dificultades por las que atraviesa todo cristiano para llegar a la fe. Es difícil saber por qué se ha fijado Juan en este apóstol en concreto: ¿por haber tenido, quizás, más dificultades o haber necesitado más tiempo que los otros para creer en Jesús Resucitado?
Sea lo que sea, lo que Juan quiere enseñar a los cristianos de su comunidad (y a nosotros) es que el Resucitado posee una vida que no puede ser captada por nuestros sentidos, ni tocada con las manos, ni vista con los ojos; solo puede ser alcanzada por la fe. Y esto vale también para los apóstoles, a pesar de la experiencia única que han tenido del Resucitado. No se puede tener fe en aquello que se ha visto. La Resurrección no se puede demostrar científicamente, pues pertenece a una realidad distinta: la realidad de Dios. Si alguien exige ver, verificar, tocar… debe renunciar a la fe.
Nosotros decimos: “dichosos los que vieron”. Jesús, por el contrario, llama “dichosos” a los que no han visto. No porque a éstos les cueste más creer y, por tanto, tengan mayores méritos. Son dichosos porque su fe es más genuina, más pura; porque, valga la expresión, su fe es más fe. Quien ve, posee la certeza de la evidencia, posee la prueba irrefutable de un hecho.
Tomás aparece otras dos veces en el evangelio de Juan y diríamos que no sale muy bien parado. Tiene siempre dificultad para comprender; se equivoca; no interpreta bien las palabras y decisiones del Maestro. Interviene por primera vez cuando, tras la noticia de la muerte de Lázaro y la decisión de Jesús de viajar a Galilea, Tomás piensa que seguir al Maestro significa perder la vida. No comprende que Jesús es el Señor de la Vida. Por eso exclama desconsolado: “Vayamos también nosotros a morir con Él” (Jn 11,16). Durante la Última Cena, Jesús habla del camino que está recorriendo, un camino que pasa a través de la muerte para llegar a la Vida. Tomás interviene de nuevo: “Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos conocer el camino? Está lleno de perplejidad y dudas; no acierta a aceptar lo que no comprende. Lo demuestra una tercera vez en el episodio narrado en el evangelio de hoy.
Parece como si Juan se ensañara con el pobre Tomás. Al final, sin embargo, le hace justicia: pone en su boca la más alta, la más sublime de las profesiones de fe. En sus palabras nos viene dada la conclusión del itinerario de fe de los discípulos.
Al principio del evangelio, los primeros dos apóstoles se dirigen a Jesús llamándolo Rabí (cf. Jn 1,38). Es el primer paso hacia la compresión de la identidad del Maestro. Poco después, Andrés, que ya ha comprendido más, dice a su hermano Simón: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1,14). Natanael intuye inmediatamente con quien está tratando y dice a Jesús: “Tú eres el Hijo de Dios” (Jn 1,49). Los samaritanos lo reconocen como el Salvador del mundo (Jn 4,43); la gente como el profeta (Jn 6,14) y el ciego lo proclama Señor (Jn 9,38). Para Pilato es el rey de los judíos (Jn 19,19). Es Tomás, sin embargo, el que dice la última palabra sobre la identidad de Jesús. Lo llama: Mi Señor y mi Dios. Una expresión que la Biblia emplea para referirse a JHWH (cf. Sal 35,25). Tomás es, por tanto, el primero en reconocer la divinidad de Cristo, el primero que llega a comprender lo que Jesús quería decir cuando afirmaba: “El Padre y yo somos uno” (Jn 10,30).
La conclusión del episodio (vv. 30-31) presenta la razón por la que Juan ha escrito su libro: ha narrado una serie de “signos” (no todos, pero sí los suficientes) por dos razones: para suscitar o confirmar la fe en Cristo y para que, a través de la fe, sus lectores lleguen a la Vida.
El cuarto evangelio llama ´signos´ a los milagros. Jesús no los ha realizado para impresionar a su audiencia; es más, ha tenido palabras de condena para quienes no creían si no veían prodigios (cf. Jn 4,48). Juan los cuenta no para impresionar a sus lectores sino para “demostrar” el poder divino que Jesús poseía.
Los signos no son pruebas sino revelaciones sobre la Persona de Jesús, sobre su identidad y su misión. Solamente quien se eleva del hecho material a la realidad que el hecho significa llega a creer de manera sólida y duradera. Por ejemplo, no entiende el signo quien, en la distribución de los panes, no intuye que Jesús es el Pan de Vida. O no reconoce en la curación del ciego de nacimiento que Jesús es la Luz del mundo. O no ve en la reanimación de Lázaro que Jesús es el Señor de la Vida.
En el epílogo de su evangelio, Juan usa la palabra signo en sentido amplio: pretende abarcar toda la revelación de la Persona de Jesús, sus gestos de misericordia, las curaciones, la multiplicación de los panes, sus palabras (cf. Jn 12,37). Quien lee su libro y comprende estos signos, se encontrará con la persona de Jesús y será invitado a hacer una elección. Escogerá la Vida quien reconozca en Él al Señor y le dé su adhesión. Una sola prueba es ofrecida a quienes buscan razones para creer: el mismo Evangelio. Allí resuena la palabra de Cristo, allí refulge su Persona. No existen otras pruebas fuera de esta misma Palabra. Para comprenderlo, recordemos lo que dice Jesús en la parábola del Buen Pastor: “Mis ovejas reconocen mi voz”(Jn 10,4-5.27). No son necesarias apariciones; en el Evangelio resuena la voz del Pastor y, para las ovejas que le pertenecen, el sonido inconfundible de su voz basta para reconocerlo y sentirse atraídas por Él.
Pero ¿dónde se puede escuchar esta voz? ¿Dónde resuena esta Palabra? ¿Es posible repetir hoy la experiencia que los apóstoles tuvieron el día de la Pascua y “ocho días después”? ¿Cómo? Seguramente habremos caído en la cuenta de que las dos apariciones tienen lugar en domingo; que los que hacen la experiencia del Resucitado son las mismas personas (uno más, uno menos), que el Señor se presenta con las mismas palabras: “La paz esté con ustedes” en ambos encuentros y que, finalmente, Jesús muestra en ambos encuentros los signos de su Pasión. Existen otros detalles, pero bastan estos para que nos ayuden a responder a la pregunta que acabamos de plantearnos.
Los discípulos se encuentran reunidos en casa. El encuentro al que claramente se refiere Juan es el encuentro que acaece en “el día del Señor”, el que tiene lugar cada “ocho días”, cuando la comunidad es convocada para la celebración de la Eucaristía. Es allí, encontrándose reunidos todos los creyentes, donde se aparece el Resucitado que, por boca del celebrante, saluda a todos los presentes y, como en la tarde de Pascua y de nuevo ocho días después de la Pascua, se dirige a ellos con las palabras: “La paz esté con ustedes”.
En aquel momento Jesús se manifiesta vivo a sus discípulos. Quien, como Tomás no asiste a estos encuentros de la comunidad, no puede tener la experiencia del Resucitado (vv. 24-25); ni oír su saludo; ni escuchar su Palabra; no puede recibir su paz y su perdón (vv. 19.26.23); ni experimentar su alegría (v. 20); ni recibir su Espíritu (v. 22). Quien se queda en casa el día del Señor, quizás para rezar solo y con más tranquilidad, podrá, sí, establecer cierto contacto con Dios, pero no experimentará la presencia del Resucitado, porque éste se hace presente allí donde la comunidad está reunida.
¿Qué le sucederá a quien no encuentra al Resucitado? Tendrá necesidad, como Tomás, de pruebas para creer, pero nunca las encontrará. Contrariamente a cuanto nos presentan las pinturas de los artistas, Tomás no introdujo la mano en las heridas del Señor. Según el texto evangélico, no resulta que haya tocado al Resucitado. También Tomás, al fin de cuentas, ha declarado su profesión de fe solamente después de haber escuchado la voz del Resucitado junto a sus hermanos de comunidad. Y la posibilidad de hacer esta experiencia del Resucitado se ofrece a todos los cristianos de todos los tiempos… cada ocho días.