Segundo Domingo en Tiempo Ordinario – Año A
DIOS: AQUEL QUE LLAMA
Introducción
No hay página de la Escritura en la que no aparezca de un modo u otro el tema de la vocación. “En el principio” Dios llama las criaturas a la existencia (cf. Sab 11,25), llama al hombre a la vida y, cuando Adán se aleja de Él, le pregunta: “¿Dónde estás?” (Gén 3,9). Llama a un pueblo y lo escoge entre todos los pueblos de la tierra (Dt 10,14-15); llama a Abrahán, Moisés, los profetas, y les confía una misión a cumplir, un plan de Salvación que llevar a cabo. Llama por nombre también a las estrellas del firmamento y estas responden: “¡Aquí estamos!” Y gozan y brillan de alegría para aquel que las ha creado (Bar 3,34-35). Comprender estas vocaciones equivale a descubrir el proyecto que Dios tiene acerca de sus criaturas y acerca de todo hombre. Ninguno y nada es inútil: cada persona, cada ser tiene una función, una tarea que cumplir.
“De Egipto he llamado a mi hijo”, declara el Señor por boca de Oseas (Os 11,1) y Mateo (Mt 2,15) aplica esta profecía a Jesús. Sí, también Él tiene una vocación: regresar de la tierra de esclavitud, recorrer las etapas del éxodo, superar las tentaciones, y alcanzar con todo el pueblo la libertad.
¿Y nuestra vocación?
“Dios nos ha llamado para una vocación santa” (2 Tim 1,9), nos ha llamado, “mediante el Evangelio que predicamos, a compartir la gloria de Cristo Jesús, nuestro Señor” (2 Tes2,14).
Los caminos que conducen a esta meta son diferentes para cada uno de nosotros: existe uncamino para quien está casado o soltero, está el camino de los sanos y el de los enfermos, el de los viudos, el de los separados, el de los novios. Lo que importa es escuchar y descubrir dónde Dios quiere conducir a cada uno y caminar de manera que “se muestren dignos de la vocación que han recibido” (Ef 4,1). “Ángel del Señor” es quien se acerca al hermano y lo ayuda a discernir y a seguir el camino trazado para él por Dios.
“¿Señor, que quieres que haga? Ayúdame a comprender
y a realizar tu plan de Amor.”
Primera Lectura: Isaías 49,3.5-6
3El Señor me dijo: “Tú eres mi siervo, de quien estoy orgulloso.” 5Y ahora habla el Señor, que desde el vientre me formó siervo suyo para que le trajese a Jacob, para que le reuniese a Israel… 6tanto me honró el Señor, y mi Dios fue mi fuerza: “Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y conviertas a los sobrevivientes de Israel; te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra.”
Hemos ya encontrado en la fiesta del Bautismo de Jesús al “Siervo del Señor” del cual se habla en la lectura. Hoy es Él mismo quien nos narra su vocación.
Como otros personajes del Antiguo y del Nuevo Testamento –Jeremías (Jer 1,5), Juan el Bautista (Lc 1,15) y Pablo (Gál 1,15)–, también Él ha sido elegido por Dios desde el seno materno y enviado a cumplir una gran misión.
Es difícil establecer si el profeta se refiere a un personaje histórico real (¿Jeremías? ¿Moisés?) o si el “Siervo del Señor” puede identificarse con el pueblo de Israel. El primer versículo de la lectura de hoy parece favorecer la segunda interpretación (v. 3), pero todo lo que sigue después parece contradecirla.
La identificación más coherente y respetuosa con el texto es, probablemente, aquella que lo considera una personificación del “resto fiel de Israel”. Sería por tanto la imagen de las personas piadosas que, en medio a un pueblo que se ha alejado de su Dios, han sabido resistir a las lisonjas del paganismo.
Estamos en Babilonia en el siglo VI a.C. Desde hace muchas décadas los israelitas están siendo humillados y entristecidos en tierra extranjera. Abandonaron ya todos los sueños de grandeza y, cuando piensan en su pasado glorioso, experimentan solamente disgusto y desconsuelo. “Cántennos un canto de Sion”, piden aquellos que los han deportado (Sal 137,3). ¿Cómo entonar un himno de victoria coreado por sus padres en la orilla del Mar Rojo, ahora que son esclavos y están alejados de su patria?
En esta situación humanamente desesperanzadora, el pequeño resto, el Israel-fiel es llamado por el Señor, que le encomienda una doble tarea: reunir a todos los hijos de su pueblo dispersos entre las naciones y traerlos de nuevo a la tierra de sus padres (v. 5) yconvertirse en luz y signo de Salvación hasta los confines de la tierra (v. 6).
La elección de este Siervo es contraria a toda lógica humana. La tarea para la que ha sido llamado puede ser llevada a cabo solo por alguien que disponga de dotes y medios excepcionales. Por el contrario, es justamente a través de este Siervo débil que el Señor ha decidido manifestar “su gloria” (v. 3). Él lo ama y le da su fuerza (v. 5).
No sabemos en qué personaje histórico se ha inspirado el profeta para dibujar la figura del “Siervo del Señor”. Lo cierto es que los primeros cristianos vieron sus características perfectamente reproducidas en Jesús. Como el “Siervo”, Jesús ha desarrollado su misión comenzando por reunir “las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 10,6) y ha querido que su luz resplandezca sobre todo en Galilea: en el “país de Zabulón y de Neftalí, el pueblo que habitaba en tinieblas vio una gran luz” (Mt 4,15-16). Después, como la del “Siervo de Israel” (Is 49,4), también la actividad de Jesús a favor de Israel se ha cerrado con un fracaso, con una muerte ignominiosa, pero Dios ha intervenido y ha cambiado en triunfo la aparente derrota. Después de la Pascua, la misión de Cristo se ha extendido –como la del “Siervo”– al mundo entero: “Vayan, pues”, ha ordenado a los discípulos; “y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos... y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado a ustedes. Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de los tiempos” (Mt 28,19-20).
Segunda Lectura: 1 Corintios 1,1-3
1Pablo, apóstol de Cristo Jesús por decisión de Dios que lo ha llamado, y de Sóstenes, nuestro hermano, 2a la Iglesia de Dios que está en Corinto: a ustedes que Dios santificó en Cristo Jesús. Pues fueron llamados a ser santos con todos aquellos que por todas partes invocan el Nombre de Cristo Jesús, Señor nuestro y de ellos. 3Reciban bendición y paz de Dios Padre y de Cristo Jesús, el Señor.
La primera Carta a los Corintios –de donde se sacará la segunda lectura de los próximos seis domingos– fue escrita por Pablo para resolver algunos graves problemas surgidos en aquella comunidad: anarquía y desorden durante las celebraciones eucarísticas, desacuerdos y celos, poca claridad sobre algunas cuestiones morales, confusión de ideas respecto a la resurrección de los muertos. Hoy leemos la introducción de esta Carta. En ella se indican los remitentes (Pablo y el hermano Sóstenes) y los destinatarios (la Iglesia que reside en Corinto) y se ofrece a los fieles un augurio de gracia y de paz. Tres versículos solamente, pero en los que se acentúan temas teológicos que vale la pena poner de relieve.
En primer lugar, Pablo se presenta como 'apóstol por vocación'. Apóstol es aquel que es enviado a predicar el Evangelio allí donde todavía no ha sido anunciado; es quien siembra la simiente de la que nace, germina y crece, hasta alcanzar su pleno desarrollo, la Comunidad. Más adelante en la Carta, Pablo empleará justamente esta imagen: “yo planté, Apolo regó, pero el que hizo crecer fue Dios” (1 Cor 3,6).
Antes de entrar en el asunto de los problemas que intenta afrontar (cosa que hará en términos muy severos) siente la necesidad de hacerles recordar y justificar su propia autoridad.
A diferencia de los rabinos y maestros de su tiempo, no apela a los estudios que ha hecho, ni a la sabiduría, ni a la experiencia que ha acumulado a lo largo de los años. Apela a su vocación, a la llamada personal que ha recibido de Dios.
He aquí de nuevo el tema de la vocación que habíamos encontrado en la primera lectura; también Pablo ha sido escogido y se le ha confiado una tarea: ser apóstol. Y se los recuerdapara preparar a los corintios a acoger sus palabras, exhortaciones y decisiones no como si se tratase de doctrinas propias, sino como pronunciadas y establecidas en el nombre de Dios, que lo ha enviado para hablar en su Nombre.
Además Pablo, en el v. 1, cita a Sóstenes. ¿De quién se trata? Los Hechos de los Apóstoles mencionan un cierto Sóstenes, jefe de la Sinagoga de Corinto que, junto a otros judíos, un día arrastró a Pablo al tribunal para que fuera condenado por blasfemia. Ante el procónsul Galeón que, entre incrédulo y divertido, asistía a una discusión de bien poca importancia para él, el debate teológico cada vez más encendido había terminado en pelea. Quien tuvo la peor parte fue justamente Sóstenes quien –no se sabe por qué razón– fue golpeado por sus propios correligionarios (Hch 16,12-17). Si se trata de la misma persona, se puede concluir que los golpes recibidos… le sirvieron para entrar en razón.
Destinataria de la Carta es –como ya hemos indicado– la “Iglesia de Dios que está en Corinto” (v. 2). Es la “Comunidad”, el “grupo de cristianos” de aquella ciudad. Iglesiasignifica: “gente convocada”, “gente llamada por Dios”. Es de nuevo el tema de la vocación que regresa: si los corintios se convirtieron en creyentes es porque Dios los ha “llamado”, los ha “elegido”.
Los cristianos de Corinto son santos convocados (v. 2). Santo significa “separado”, puesto aparte, reservado a Dios. Los corintios son santos porque son diferentes de los paganos. No viven en un gueto, alejados de los otros –esto sería contrario al Evangelio, que los quiere “sal de la tierra” (Mt 5,13) y “levadura” que hace fermentar la harina (Mt 13,33). Son separados porque llevan una vida guiada por principios diferentes a la de los paganos. Pablo recuerda esta santidad para introducir avisos severos contra comportamientos morales de algunos miembros de aquella comunidad.
Finalmente, se puede apreciar la insistencia del Apóstol sobre la unidad que debe reinar entre los creyentes de Cristo. Los corintios no pueden olvidar que su comunidad es parte de la Iglesia universal. Y se define que Iglesia son todos aquellos que, en cualquier lugar,invocan el nombre del Señor Jesucristo (v. 2).
Más adelante (en la lectura del próximo domingo) se entenderá la razón de este aviso: Pablo está preparando una intervención dura contra las divisiones y los desencuentros que se han manifestado en la comunidad.
Evangelio: Juan 1,29-34
29En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. 30Éste es aquel de quien yo dije: «Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo.» 31Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel.” 32Y Juan dio testimonio diciendo: “He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. 33Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: «Aquél sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que se ha de bautizar con Espíritu Santo.» 34Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios.”
Los tres evangelios sinópticos inician el relato de la vida pública de Jesús recordando su bautismo. Juan ignora este episodio y, sin embargo, dedica un amplio espacio al Bautista. Lo encuadra desde los primeros versículos en una perspectiva original: más que como precursor, lo presenta como “el hombre enviado por Dios a dar testimonio de la luz” (Jn 1,6-8). Su vida y su predicación suscitan interrogantes, expectativas y esperanzas en el pueblo; incluso circula la voz de que él es el Mesías... Una delegación de sacerdotes y levitas van más allá del Jordán para interrogarlo con el fin de aclarar su identidad y su quehacer. Él responde que no es el Mesías… “Yo bautizo con agua, pero entre ustedes hay alguien a quien no conocen, que viene detrás de mí, y no soy digno de soltarle la correa de sus sandalias” (Jn 1,19-28).
Es en este contexto donde se inserta nuestro episodio. Entra en escena el protagonista –Jesús– evocado hace poco por el Bautista en el debate que ha tenido con los enviados de los judíos. Al verlo venir hacia él exclama: “Ahí está el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (v.29).
Esta afirmación es –como veremos– densa en significados y evocaciones bíblicas.
El Bautista manifiesta haber intuido la identidad, desconocida por muchos todavía, de Jesús. ¿Cómo ha llegado a descubrirla y por qué la define con una imagen tan singular? Nunca en el Antiguo Testamento una persona ha sido llamada “cordero de Dios”. La expresión señala el punto de llegada de su largo y ciertamente fatigoso camino espiritualque comenzó, de hecho, en la ignorancia más completa: “Yo no lo conozco”, repite dos veces en el Evangelio (vv. 31.33).
Quien quiera alcanzar “la plenitud del conocimiento de Cristo” (Fil 3,8) debe comenzar teniendo conciencia de la propia ignorancia. Es extraña –decíamos– la imagen del “cordero de Dios”. El Bautista tenía a disposición otros términos: pastor, rey, juez severo. Como juez severo alude al Mesías en Lc 3,16-17: “Viene uno más fuerte que yo…. ya empuña la horquilla para limpiar su cosecha y reunir el trigo en el granero, y quemará la paja en un fuego que no se apaga”. Pero –en su mentalidad– ninguna como “cordero de Dios” resumía su reconocimiento de la identidad de Jesús.
Educado probablemente entre los monjes esenios de Qumrán, Juan había asimilado la espiritualidad de su pueblo, conocía la historia y estaba familiarizado con las Escrituras. Israelita piadoso, sabía que sus oyentes, al hablarles del 'cordero', entenderían inmediatamente la alusión al cordero pascual cuya sangre, puesta sobre los dinteles de las casas en Egipto, libró a sus padres de la masacre del ángel exterminador. El Bautista intuyóel destino de Jesús: un día sería inmolado como un cordero, y su sangre habría quitado a las fuerzas del mal la capacidad de hacer daño; su sacrificio habría liberado al hombre del pecado y de la muerte.
Notando que Jesús había sido condenado al mediodía de la vigilia de Pascua (Jn 19,14) el evangelista Juan quiso valerse ciertamente de este mismo simbolismo:el mediodía era la hora en la que, en el Templo, los sacerdotes comenzaban a inmolar los corderos.
Hay una segunda alusión en las palabras del Bautista. Quien tiene presentes las profecías contenidas en el libro de Isaías –y todo israelita las conocía muy bien– no puede menos de percibir la alusión al fin ignominioso del Siervo del Señor del que hemos oído hablar también en la primera lectura de hoy. He aquí como el profeta describe su camino hacia la muerte: “fue llevado cual cordero al matadero, como una oveja que permanece muda cuando la esquilan… ha sido contado entre los pecadores, cuando llevaba sobre sí el pecado de muchos e intercedía por los pecadores” (Is 53,7.12).
En este texto la imagen del cordero se asocia a la destrucción del pecado.
Jesús –quería decir el Bautista– tomará sobre sí todas las debilidades, todas las miserias, toda la iniquidad de los hombres. Y, con su mansedumbre y con el don de su vida, las aniquilará. No eliminará el mal concediendo una especie de amnistía, una sanación, un perdón; lo vencerá introduciendo en el mundo un dinamismo nuevo, una fuerza irresistible –su Espíritu– que llevará los hombres al bien y a la Vida.
Pero el Bautista tiene todavía en mente una tercera resonancia bíblica: el cordero se asocia también al sacrificio de Abrahán. Isaac, mientras caminaba junto a su padre hacia el monte Moria, le preguntó: “Aquí está el fuego y la leña. Pero ¿dónde está el cordero para el holocausto? Abrahán responde: “Dios mismo proveerá el cordero” (Gén 22,7-8).
“¡He aquí el cordero de Dios!” –responde ahora el Bautista.– Es Jesús, dado por Dios al mundo para que sea sacrificado en el lugar del hombre pecador, merecedor de castigo.
También los detalles del relato del Génesis (cf. Gén 22,1-18) son bien conocidos y el Bautista los aplica a Jesús. Como Isaac, Él es ahora hijo único, el bien Amado, aquel que lleva la leña dirigiéndose al lugar del sacrificio. A Él se adaptan también los detalles añadidos por los rabinos. Isaac –decían estos– se había ofrecido espontáneamente. En lugar de huir, se había entregado al Padre para ser amarrado sobre el altar. También Jesús ha dado libremente su vida por Amor.
En este punto es que nos preguntamos si realmente el Bautista tendría presentes todas estas alusiones bíblicas y por eso presenta a Jesús diciendo: “He aquí el cordero de Dios” (Jn 1,29.36). Quizás el Bautista no. Pero sin duda las conocía, y las incorporó, el evangelista Juan para ofrecer una catequesis a los cristianos de las comunidades de su tiempo… ytambién a nosotros hoy.
En la segunda parte del pasaje bíblico (vv. 32-34) aparece el testimonio del Bautista: él reconoce como “hijo de Dios” a aquel sobre el que ha visto descender y posarse el Espíritu. Se refiere a la escena del bautismo narrada por los sinópticos (cf. Mc 1,9-11). Juan introduce, sin embargo, un detalle significativo: el Espíritu es visto no solo descender sobre Jesús sino permanecer en Él.
En el Antiguo Testamento, se habla a menudo del Espíritu de Dios, que toma posesión de los hombres dotándolos de fuerza, determinación, coraje, hasta hacerlos invencibles. Se dice que este Espíritu de Dios ha bajado sobre los profetas habilitándolos a hablar en nombre de Dios. Pero la característica de este Espíritu es su provisoriedad: permanece en estas personas privilegiadas solo hasta que han llevado a término su misión. Después las deja y ellas regresan a la normalidad; desaparece su habilidad, inteligencia, sabiduría, fuerza superior. En Jesús, por el contrario, el Espíritu permanece de modo duradero, estable. La estabilidad en la Biblia es atribuida solo a Dios: solo Él es “el viviente que permanece para siempre” (Dn 6,27); solo su Palabra “permanece para siempre” (1 P 1,25).
A través de Jesús, el Espíritu ha entrado en el mundo. Ninguna fuerza adversaria lo podrá jamás expulsar o vencer. Y desde Él será difundido sobre cada persona. Es el bautismo “en el Espíritu Santo” anunciado por el Bautista (v. 33). Unidos íntimamente a Cristo como los sarmientos a una vid vigorosa y llena de savia, los creyentes producirán frutos abundantes (cf. Jn 15,5), morarán en Dios y Dios en ellos (cf. 1 Jn 4,16), recibirán la estabilidad del bien que es propia de Dios, porque mientras “el mundo pasa con su codicia quien hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn 2,17).
Es este el mensaje de esperanza y alegría que, a través del Bautista, Juan desde la primera página de su evangelio quiere anunciar a sus discípulos. No obstante el evidente poder sobrecogedor del mal en el mundo, lo que le espera a la humanidad es la comunión de vida“con el Padre y con su Hijo Jesucristo”. Estas cosas –dice Juan– las escribo para que “la alegría de ustedes sea perfecta” (1 Jn 1,3-4).