Cuarto Domingo de Pascua – Año A
DEFIENDE AL REBAÑO, PERO SALVA TAMBIÉN A LOS BANDIDOS
Introducción
Al faraón que les pregunta cuál era su trabajo, los hermanos de José le responden: “Tus siervos son pastores de ovejas; nuestros padres también” (Gén 47,3). Los patriarcas eran pastores. Moisés cuidaba rebaños y David fue llamado precisamente cuando iba detrás de las ovejas entre los pastizales (cf. 1 Cr 17,7).
En todo el antiguo Medio Oriente, el soberano que cuidaba de su pueblo era representado como un pastor. En las inscripciones mesopotámicas, “apacentar” se usaba comúnmente en el sentido de “gobernar”. El faraón era llamado: “Pastor de todas las gentes”, “Pastor que cuida de sus súbditos” y, como símbolo de su poder, llevaba en su mano un bastón en forma de cayado.
En Israel, esta imagen del pastor se aplicaba a los jefes militares y políticos, y también a Dios. Es conmovedora la invocación: “Pastor de Israel, escucha, tú que guías a José como un rebaño” (Sal 80,2). Y es deliciosa la sensación de seguridad que comunica el célebre canto: “El Señor es mi pastor, nada me falta…” (Sal 23,1).
Sorprende, sin embargo, que en ningún texto del Antiguo Testamento el rey en funciones sea designado como “pastor”. Este título estaba reservado para un único rey: el futuro Mesías, descendiente de David. Después de haber pronunciado palabras severas de condena contra los soberanos que han llevado el pueblo a la ruina, el Señor promete asumir Él mismo el oficio de pastor, congregar el rebaño disperso, conducirlo a los pastizales… Y anuncia: “Les daré un pastor único que las pastoree… Yo, el Señor, seré su Dios y mi siervo David, príncipe en medio de ellos” (Ez 34,23-24).
La profecía se ha cumplido en Jesús.
“Éramos ovejas errantes; ahora tenemos un Pastor que nos guía”.
Primera Lectura: Hechos de los Apóstoles 2,14a.36-41
Pedro se puso de pie con los Once y levantando la voz les dirigió la palabra: 36“Por tanto, que todo el pueblo de Israel reconozca que a este Jesús crucificado por ustedes Dios lo ha nombrado Señor y Mesías”. 37Lo que oyeron les llegó al corazón y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: “¿Qué debemos hacer, hermanos?” 38Pedro les contestó: “Arrepiéntanse y háganse bautizar invocando el nombre de Jesucristo, para que se les perdonen los pecados, y así recibirán el don del Espíritu Santo. 39Porque la promesa ha sido hecha para ustedes y para sus hijos y para todos aquellos que están lejos, a quienes llamará el Señor nuestro Dios”. 40Y con otras muchas razones les hablaba y los exhortaba diciendo: “Pónganse a salvo, apártense de esta generación malvada”. 41Los que aceptaron sus palabras se bautizaron y aquel día se incorporaron unas tres mil personas.
Continúa en la lectura de hoy el discurso de Pedro iniciado el domingo pasado. Ha presentado al pueblo de Jerusalén la vida de Jesús (…un hombre que ha pasado haciendo el bien a todos), después ha dirigido a sus oyentes una grave acusación: “Ustedes lo crucificaron y le dieron muerte por medio de gente sin ley” (v. 23), y, finalmente, ha recordado la acción de Dios que glorificó a su siervo fiel, resucitándolo de la muerte. En este punto del discurso comienza la lectura: “Que todo el pueblo de Israel reconozca que, a este Jesús crucificado por ustedes, Dios lo ha nombrado Señor y Mesías” (v. 36).
Al oír estas palabras los presentes toman conciencia del error cometido, sienten el “corazón traspasado” por el arrepentimiento y buscan una solución a su drama interior. No encontrándola, dirigen a los Apóstoles una apasionada petición: “Hermanos, ¿qué debemos hacer?” (v. 37). Es la expresión de su total disponibilidad a seguir sin condiciones el camino que el Señor querrá mostrarles.
La palabra de Dios es siempre una denuncia del pecado y una invitación a la renovación, a la conversión; es “más penetrante que una espada de dos filos” (Heb 4,12), “traspasa el corazón” (v. 37) y pone al desnudo toda debilidad, toda maldad, todo error. Frente a esta Palabra, la única actitud honesta es la escucha humilde, la disponibilidad a dejarse cuestionar, a cambiar, a renegar los errores del pasado e iniciar una vida nueva. La respuesta de Pedro presenta las tres etapas que señalan el camino de la Salvación: la conversión de la vida pasada y de los errores cometidos, el bautismo y la alegría de acoger el don del Espíritu (v. 38).
Segunda Lectura: 1 Pedro 2,20b-25
Queridos hermanos, “si haciendo el bien tienen que aguantar sufrimientos, eso es una gracia de Dios. 21Ésa es su vocación, porque también Cristo padeció por ustedes, dejándoles un ejemplo para que sigan sus huellas. 22No había pecado ni hubo engaño en su boca; 23cuando era insultado no respondía con insultos; padeciendo, no amenazaba; más bien se encomendaba a Dios, el que juzga con justicia. 24Él llevó sobre la cruz nuestros pecados cargándolos en su cuerpo, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus cicatrices nos sanaron. 25Antes andaban como ovejas extraviadas, pero ahora han vuelto al pastor y guardián de sus almas.
Continúa la exhortación de Pedro a los nuevos bautizados. A mitad de su discurso siente la necesidad de afrontar un problema social particularmente delicado: las relaciones entre dueños o patrones y esclavos. Tiene que abordarlo porque entre los nuevos bautizados hay personas nobles y pudientes, pero hay también muchos esclavos. Algunos de estos, particularmente afortunados, dependen de amos buenos y compasivos. A otros, sin embargo, les ha tocado gente dura, maleducada, arrogante, y patronas altaneras e insolentes. A la prepotencia de los amos, se agregan las vejaciones y abusos por parte de los compañeros de esclavitud que se ceban justamente en los cristianos quienes, después del bautismo, han roto con las antiguas costumbres y han asumido un estilo de vida irreprensible.
¿Cómo comportarse con quien provoca, ofende, maltrata y abusa? ¿Debe uno revelarse? ¿Se puede reaccionar recurriendo a la violencia? La respuesta del predicador hace referencia a Jesús y al modo con que Jesús ha dado una respuesta a la injusticia: en vez de doce discípulos llenos de miedo, podía contar con doce legiones de ángeles; sin embargo, se ha entregado, inerme, a quienes habían venido a arrestarlo con espadas y palos (cf. Mt 26,47); ha condenado el uso de la espada como medio de restablecer la justicia (cf. Mt 26,53); ha llamado “amigo” a Judas en el momento en que lo entregaba en manos de los enemigos (cf. Mt 26,50) y ha perdonado en la cruz a aquellos que lo estaban matando (cf. Lc 23,34). El predicador resume el comportamiento de Jesús refiriéndose al famoso texto del profeta Isaías que presenta al Siervo Fiel: “No había cometido crímenes ni había engaño en su boca” (Is 53,9). Y continúa: “Cuando era insultado, no respondía con insultos; padeciendo no amenazaba” (v. 23).
Estas decisiones radicales del Maestro dejan al discípulo un único camino abierto, claro e inequívoco: el del perdón, el del amor sin condiciones. Nada hay más contrario al mensaje de Jesús que el uso de la violencia. Para construir un mundo nuevo en el que reine la justicia, la paz, el amor, el cristiano puede emplear solamente los medios propuestos por Cristo, nunca aquellos que el mismo Cristo ha rechazado explícitamente.
La lectura concluye con una imagen que resume de un modo vivo este mensaje: “Antes andaban como ovejas descarriadas; ahora han vuelto al Pastor y guardián de sus vidas”. Pertenecer al rebaño de Jesús Pastor significa seguir sus huellas, renunciar a los odios, rencores, venganzas, y hacer propios sus sentimientos y sus gestos de amor.
Evangelio: Juan 10,1-10
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: 1“Les aseguro: el que no entra por la puerta al corral de las ovejas, sino saltando por otra parte, es un ladrón y asaltante. 2El que entra por la puerta es el pastor del rebaño. 3El cuidador le abre, las ovejas oyen su voz, él llama a las suyas por su nombre y las saca. 4Cuando ha sacado a todas las suyas, camina delante de ellas y ellas lo siguen porque reconocen su voz. 5A un extraño no lo siguen, sino que escapan de él, porque no reconocen la voz de los extraños”. 6Ésta es la parábola que Jesús les propuso, pero ellos no entendieron a qué se refería. 7Entonces, les habló otra vez: “Les aseguro que yo soy la puerta del rebaño. 8Todos los que vinieron antes de mí eran ladrones y asaltantes; pero las ovejas no los escucharon. 9Yo soy la puerta: quien entra por mí se salvará; podrá entrar y salir y encontrar pastos. 10El ladrón no viene más que a robar, matar y destrozar. Yo vine para que tengan vida, y la tengan en abundancia”.
El cuarto domingo de Pascua es conocido como el 'Domingo del Buen Pastor' porque en cada uno de los tres años del ciclo litúrgico se propone un pasaje del capítulo 10 del evangelio de San Juan. Hoy se presenta la primera parte de este capítulo (vv. 1-10) donde el tema de Jesús, Buen Pastor, no se desarrolla, sino que solamente es mencionado; la imagen central, en efecto, es la de la puerta (v. 7). A esta imagen se añaden otras: el recinto, los ladrones, los bandidos, el guardián, los extraños. ¿Quiénes son, qué representan, cuál es el significado de la “comparación”?
Introduzcamos una nota explicativa sobre los usos y costumbres de los pastores de Palestina. El redil era un recinto rodeado de un muro de piedra sobre el que se colocaban haces de espinas o se dejaban crecer cardos espinosos para impedir que las ovejas salieran y que los ladrones entraran. El redil podía construirse delante de una casa o bien en campo abierto, en la ladera de una montaña; en este caso, era utilizado generalmente por varios pastores que recogían allí sus ovejas durante la noche; uno de ellos hacía la guardia mientras los otros dormían.
Decir –como hace Lucas en el relato del nacimiento de Jesús (cf. Lc 2,8)– que quien montaba la guardia “velaba” o vigilaba, no es del todo exacto. En realidad, armado de un bastón, se situaba delante de la entrada del redil (que no tenía puerta), se acurrucaba y, en esta posición, obstaculizando el acceso, se convertía él mismo en “puerta”. Generalmente dormitaba, pero su presencia era suficiente para disuadir a los predadores de acercarse al redil e impedir a los lobos entrar en el recinto. Solo podía acercarse a las ovejas aquel a quien el pastor de guardia dejaba pasar.
Por la mañana, cuando cada pastor se acercaba a la entrada, las ovejas reconocían inmediatamente el paso y la voz, se alzaban y lo seguían, seguras de ser conducidas a pastizales de hierbas frescas y a oasis de aguas puras y abundantes. Lo seguían porque se sentían amadas y protegidas; el pastor nunca las había traicionado ni desilusionado. Partiendo de esta experiencia de vida de su pueblo, Jesús compone una parábola que no es inmediatamente clara: en ella se acumulan y yuxtaponen imágenes enigmáticas incluso para los mismos judíos (v. 6) Comencemos por dividirlas en dos partes.
En la primera (vv.1-6) aparece la figura del verdadero pastor. El comienzo del relato es más bien duro y provocativo. Contiene misteriosas alusiones a peligros, enemigos, agresores: “El que no entra por la puerta del corral de las ovejas, sino saltando por otra parte, es un ladrón y un asaltante” (v. 1); a continuación, entra en escena el pastor verdadero. La característica que lo distingue es la ternura: conoce a sus ovejas por su nombre y las va llamando “una a una”.
Para Jesús no existen las masas anónimas; Él se interesa por cada uno de sus discípulos, lleva la cuenta de las cualidades y debilidades de cada uno. Contempla alegre los cabritos que, jóvenes y ágiles, saltan y corren delante de todos. Pero su solicitud y sus cuidados son para los más débiles del rebaño: “Toma en brazo a los corderos y hace recostar a las madres” (Is 40,11). Comprende sus dificultades, no fuerza los tiempos, no impone ritmos insostenibles; evalúa las condiciones de cada uno; ayuda y respeta. En contraposición a este pastor, aparecen los ladrones y bandidos. ¿Quiénes son? ¿Cómo reconocerlos? ¿A quiénes se refiere Jesús?
No faltaban “pastores” en su tiempo. Estaban los jefes religiosos y políticos que se tenían por guías comprometidos para el bien del pueblo, pero que en realidad buscaban solamente su propio interés; su objetivo era el poder, el dominio, el prestigio personal, la explotación; sus métodos, la violencia y la mentira.
No eran pastores auténticos. Por eso un día Jesús se conmovió frente a la muchedumbre que lo seguía “porque eran como ovejas sin pastor”; los condujo afuera, los hizo acomodar sobre la “hierba verde” y les proporcionó en abundancia el pan y el alimento de su Palabra (cf. Mc 6,34-44). Es de notar, en esta primera parte del pasaje evangélico, la insistencia sobre la “voz del pastor” que es “escuchada” (v. 3), “reconocida” (v. 4) e inmediatamente distinguida de la de los extraños. Aún después de la Resurrección, Jesús será reconocido por su voz.
Los discípulos se verán engañados por sus propios ojos: verán a Jesús como caminante; como fantasma (cf. Lc 24,15.37), como pescador (cf. Jn 21,4) … Pero el oído nunca los engañará: su voz, para ellos, será inconfundible.
Hoy esta voz continúa resonando nítida y viva en la palabra del Evangelio. Es la única que resulta familiar al discípulo; las otras que se superponen, aunque fuertes e insistentes, les resultan extrañas. Quien es “instruido por el Espíritu” es capaz de distinguir, en medio del bullicio de tantas otras voces, la del Pastor, y huye cuando oye el paso de ladrones y predadores, es decir, de los impostores que vienen solo para arrastrar al discípulo por caminos de muerte.
En la segunda parte del pasaje (vv. 7-10) Jesús se presenta, primero, como la “puerta de las ovejas”, después como “la puerta”. Si se tiene presente la aclaración hecha al comienzo, podemos decir que él es el Guardián que se posiciona en la entrada del redil como “puerta”. La puerta tiene una doble función: deja pasar a los de casa e impide el ingreso a los extraños. Son estas dos funciones las que vienen explicadas por Jesús en sendas alegorías.
Él es el que decide quién puede tener acceso a las ovejas y quién debe permanecer alejado del rebaño (vv. 7-8). Puede pasar y es reconocido como buen pastor quien ha asimilado los mismos sentimientos y las mismas disposiciones de Jesús respecto a las ovejas; quien está dispuesto a dar la vida como Él la ha dado. Los ladrones y bandidos son aquellos que han venido antes que él (v. 8). Ciertamente Jesús no se refería a los profetas y justos del Antiguo Testamento.
Ladrones eran los jefes religiosos y políticos de su tiempo que explotaban, oprimían y causaban toda clase de sufrimientos al pueblo. Bandidos eran los revolucionarios que querían construir una sociedad más libre y justa; cultivaban ideales nobles, pero recurrían a métodos erróneos, fomentando el odio al enemigo, predicando el recurso a la violencia, proponiendo el uso de las armas. Quien actúa de este modo no tiene los mismos sentimientos ni las mismas disposiciones de Jesús: no pasa a través de la puerta.
En el último versículo (v. 10), se retoma esta contraposición. En un dramático crescendo se describe las obras del ladrón: roba, mata, destruye. Tres verbos que resumen la obra de la muerte. Quienquiera que se acerca al hombre para quitarle la vida es un “ladrón” y está del lado del maligno; es “hijo del diablo” que fue “homicida desde el principio” (Jn 8,44). El comportamiento del pastor es lo opuesto: viene a dar vida y vida en abundancia.
A través de la puerta no pasan solamente los pastores, sino que entran y salen las ovejas. Jesús se presenta como la puerta también en este sentido (v. 9). Solo quien pasa a través de Él tiene acceso a pastos jugosos, encuentra el “pan que sacia” (Jn 6) y el “manantial que brota dando vida eterna” (Jn 4); obtiene la Salvación.
Jesús es una puerta estrecha (cf. Mt 7,14) porque pide la renuncia a uno mismo, el amor desinteresado a los demás. Pero Él es el único que conduce a la vida; todas las demás puertas son trampas, agujeros que se abren sobre precipicios de muerte: “Es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella” (Mt 7,13).