Undécimo Domingo en tiempo Ordinario – Año A
PRIMOGÉNITO: UNA RESPONSABILIDAD Y NO UN PRIVILEGIO
Introducción
“No se dirijan a países de paganos, no entren en ciudades de samaritanos; vayan más bien a las ovejas descarriadas de la Casa de Israel” (Mt 10,5-6). Es una extraña medida cautelar que Jesús dio a sus discípulos antes de enviarlos a misionar. ¿Qué significa? ¿Se trata de una concesión a los prejuicios y al particularismo exclusivista cultivado por la mayoría de su pueblo? Si es así, sería incompatible con el mandato que se encuentra al final del Evangelio: "Vayan y hagan discípulos entre todos los pueblos" (Mt 28,19).
Es en cambio la expresión de la estrategia de Dios: para llegar a la salvación de todos los pueblos, el Señor ha escogido a Israel, “su hijo primogénito” (Éx 4,22), y lo ha hecho en el mundo como signo de su consideración y de sus atenciones; lo quiso santo para manifestar a todos los pueblos su santidad; lo ha hecho “luz de las naciones para traer su salvación hasta los confines de la tierra” (Is 49,6).
“Dios no ha abandonado a su pueblo” (Rom 11,2); “los dones y el llamamiento de Dios son irrevocables” (Rom 11,29). Jesús está en sintonía con la pedagogía de Dios: se ocupa en primer lugar de Israel (Mt 15,24) para que pueda cumplir con su misión de mediador de la Salvación. Hoy es la comunidad cristiana la depositaria de las promesas y de la alianza entre Dios y la humanidad. La Iglesia, llamada a santificar el mundo, primero debe santificarse a sí misma; enviada a proclamar la libertad, la igualdad, la paz, el respeto a la persona, tiene que vivir dentro de sí misma estos valores; destinada a ser la ciudad asentada sobre un monte y una lámpara que ilumina el hogar, necesita ser iluminada, primero, por la palabra de su Señor.
“Nosotros somos el pueblo que el Señor ha escogido para ser luz del mundo”.
Primera Lectura: Éxodo 19,2-6a
2En aquellos días, los israelitas, llegaron al desierto de Sinaí y acamparon allí, frente al monte. 3Moisés subió hacia el monte de Dios y el Señor lo llamó desde el monte, y le dijo: 4“Habla así a la casa de Jacob, diles a los hijos de Israel: «Ustedes han visto lo que hice a los egipcios, y cómo a ustedes los llevé en alas de águila y los traje a mí; 5por tanto, si quieren obedecerme y guardar mi alianza, serán mi propiedad entre todos los pueblos, porque toda la tierra me pertenece. 6 Ustedes serán para mí un pueblo sagrado, un reino sacerdotal»”.
Liberados de Egipto, los israelitas comenzaron a peregrinar por el desierto hasta que, después de tres meses, llegaron al monte Sinaí. Allí el Señor hizo una alianza con ellos. Hacer alianza es como firmar un contrato; es la promesa de permanecer fieles a un compromiso voluntario en presencia de testigos.
La lectura de hoy refiere las palabras con que Dios propuso a los israelitas hacer un pacto con ellos. Para convencerlos, en primer lugar, recuerda lo que hizo con ellos en el pasado: los liberó de la esclavitud en Egipto y, como un águila con sus alas poderosas, que lleva a sus crías a lugar seguro, los llevó a las montañas de desierto (v. 4).
Después de esta auto-presentación, Dios hace su propuesta, enumera las condiciones del pacto y la promesa: “si quieren obedecerme y guardar mi alianza, serán mi propiedad entre todos los pueblos, porque toda la tierra me pertenece. Ustedes serán para mí un pueblo sagrado, un reino sacerdotal” (vv. 5-6).
Estas últimas palabras nos interesan de manera especial porque están conectadas con el evangelio de hoy. Israel debía ser 'santo', es decir, separado de otros pueblos y reservado a su Dios. Esto no quiere decir que tenía que mantener físicamente aislada, sino que tenía que ser diferente a los paganos en su vida religiosa y moral. También sería una nación de sacerdotes porque todos, con su propia vida, deberían rendir culto al Señor.
Lo qué pasó con Israel es una imagen de lo que sucede con el nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia. El evangelio de hoy habla del comienzo de este nuevo pueblo con la llamada y el envío de los doce apóstoles.
Segunda Lectura: Romanos 5,6-11
Hermanos: Cuando todavía éramos débiles, en el tiempo señalado, Cristo murió por los pecadores. 7Por un inocente quizás muriera alguien; por una persona buena quizás alguien se arriesgara a morir. 8Ahora bien, Dios nos demostró su amor en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. 9Con mayor razón, ahora que su sangre nos ha hecho justos, nos libraremos por Él de la condena. 10Porque, si siendo enemigos fuimos reconciliados con Dios,por la muerte de su Hijo, con mayor razón, ahora ya reconciliados, seremos salvados por su vida. 11Y esto no es todo: Por medio de Jesucristo, que nos ha traído la reconciliación, ponemos nuestro orgullo en Dios.
Hace dos domingos, introdujimos la difícil cuestión de la justificación. Decíamos que no se reduce a una esponja que limpia del pecado sino que es en el don de un corazón nuevo, en la efusión del Espíritu, en el impulso interior que lleva irresistiblemente hacia el bien. De esta justificación deriva la “conducta de vida totalmente nueva” (Rom 6,3). En el bautismo, el cristiano “ha sido despojado del hombre viejo que está viciado, seducido por los deseos engañosos, y revestido del hombre nuevo, creado a imagen de Dios” (Ef 4,24).
En realidad, sin embargo, ¿quién puede decir que lo ha experimentado realmente? ¿Quién siente este estímulo íntimo para vivir por Cristo? ¿No verificamos, tal vez que, incluso después del bautismo, siguen las miserias morales? Ante este hallazgo, se llega a la conclusión de que algo no va por el camino correcto: o la justificación no ocurrió, o el Señor nos ha abandonado y nuestra esperanza de Salvación no tiene base sólida.
En la lectura de hoy Pablo responde: Nuestra esperanza no será decepcionada porque no se basa en nuestras buenas obras, nuestras capacidades, nuestra lealtad, sino en el amor misericordioso de Dios (v. 6). Cuando Dios empieza su obra de Salvación, no la deja a medio hacer, no se desalienta, no le saca energía sino que siempre la lleva a término.
El hombre –es cierto– puede permanecer obstinadamente unido al mal, pero no debe desesperarse: es precisamente de este estancamiento que Dios ha prometido liberarnos. Es impensable que, en algún momento, se vea obligado a declararse vencido. Si no hubiese estado seguro de que podría llevarla a cumplimiento, ¿por qué habría comenzado su obra de liberación?
El amor de Dios, dice Pablo, no es débil e inseguro como el de los seres humanos, que aman a aquellos que los aman pero rara vez se entregan y, si lo hacen, es solo por aquellosque consideran dignos de tal gesto. Dios ama de una manera diferente: también ama a sus enemigos y lo ha demostrado entregando a su Hijo. Si Dios nos amó cuando éramos sus enemigos, ¡cuánto más nos amará ahora que hemos sido justificados! Nuestros pecados nunca serán más fuertes que su Amor. Incluso si nosotros lo dejamos de lado, Él no nos abandona.
Evangelio: Mateo 9,36–10,8
En aquel tiempo, 36viendo Jesús a la multitud, se conmovió por ellos, porque estaban maltratados y abatidos, como ovejas sin pastor. 37Entonces dijo a los discípulos: “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. 38Rueguen al dueño de los campos que envíe trabajadores para su cosecha”.… 10.1Y llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos, para expulsarlos y para sanar toda clase de enfermedades y dolencias.2Éstos son los nombres de los doce apóstoles: primero Simón, de sobrenombre Pedro, y Andrés su hermano; Santiago de Zebedeo y su hermano Juan; 3Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo, el recaudador de impuestos; Santiago de Alfeo y Tadeo; 4Simón el cananeo y Judas Iscariote, el que lo traicionó. 5A estos doce los envió Jesús con las siguientes instrucciones: “No se dirijan a países de paganos, no entren en ciudades de samaritanos; 6vayan más bien a las ovejas descarriadas de la Casa de Israel. 7Y de camino proclamen que el reino de los cielos está cerca. 8Sanen a los enfermos, resuciten a los muertos, limpien a los leprosos, expulsen a los demonios. Gratuitamente han recibido; gratuitamente deben dar”.
Sacerdotes y religiosas están en constante y dramático declive, las deserciones aumentan, el promedio de edad de los consagrados aumenta y las perspectivas de un cambio de tendencia son casi nulas. ¿Qué hacer? La respuesta es casi obvia: “Oremos al Señor de la mies que envíe obreros a su mies”.
Sin duda tenemos que orar por las vocaciones sacerdotales y religiosas, pero restringir a solo este tipo de cristianos la aplicación del pasaje del evangelio que se propone hoy es injusto e incluso peligroso: sugiere que solo ellos tienen que comprometerse con el servicio comunitario y presupone que el pueblo de Dios es una bandada de ovejas sin pastor, y la cosecha no se recoge y se pierde por falta de segadores.
La objeción más fuerte a esta interpretación viene del hecho de que no se entiende por qué se le debe pedir a Dios que envíe pastores para su rebaño y trabajadores para su campo. Si fuese así, sería algo irritante: estamos comprometidos al máximo, las noches y los días dedicados al estudio de la Palabra de Dios, al anuncio del Evangelio y al apostolado, mientras que los demás estarían mirando, impasibles, la dispersión de las ovejas y la ruina de la cosecha. Hay que dejar esta actitud y pensar en otra cosa.
Los doce discípulos –decíamos más arriba– no representan a los sacerdotes y a las religiosas, sino a todo el pueblo de Dios y, si esta es la perspectiva, la interpretación del texto cambia. Todos y cada uno de los discípulos están llamados a servir en misión en el campo –que es el mundo. Sea cual sea su estado de vida (casado o soltero, educado o ignorante, fuerte o débil...) todo el mundo debe estar comprometido con la construcción del reino de Dios.
Ahora queda clara la razón por la cual es necesaria la oración: no es para convencer a Dios, sino para cambiar el corazón del hombre. Al hombre se le pide que desconecte su mente y su corazón de los criterios y del juicio de este mundo, para asimilar los pensamientos de Dios y adoptar la nueva vida traída por Cristo. ¿Cómo conseguir esta conversión, esta transformación radical? Solo el diálogo con Dios y la meditación de su Palabra pueden hacer el milagro. Esta es la oración que Jesús recomienda.
Llegamos ahora a la llamada y el envío de los Doce. Hay una diferencia notable entre el comportamiento del Maestro Jesús y los rabinos de su tiempo. Estos están rodeados de discípulos para hacer que se conviertan a su vez en rabinos honrados, servidos y bien remunerados. Jesús llama a los suyos para un servicio.
Siente compasión por su pueblo porque no ve a nadie que lo cuide: ni los líderes políticos, ni las autoridades religiosas. Todos son impulsados por la búsqueda de sus propios intereses, sus ventajas y posibilidades de ascenso. Buscan privilegios, quieren mejorar sus vidas y descuidan a cuantos viven oprimidos y enfermos, a los que padecen hambre y sonvíctimas de abuso…
Jesús es sensible a las necesidades y al dolor del hombre. Doce veces aparece en el Evangelio la palabra splagknizomai y siempre se utiliza para expresar la profunda emoción de Dios o de Cristo por el hombre. Aquí se aplica a los sentimientos que Jesús aprueba: no quedarse impasible, no ver con desapego y desinterés la condición en la que su pueblo está padeciendo; Jesús se conmueve; se trata de una emoción visceral (splagkna en griego se llama a las vísceras).
Esta compasión lo lleva a intervenir. Se inicia un pueblo nuevo: llama a Doce, y este número se refiere a las doce tribus de Israel. A estos discípulos Jesús exhorta a continuar su obra, y para esto quiere, en primer lugar, que oren, porque solo en la oración se puedenasimilar los sentimientos de Dios. Luego les da autoridad para expulsar a los espíritus malignos y sanar a los enfermos.
No debe uno imaginarse que los cristianos (y los sacerdotes, en particular) han recibido algún misterioso poder de realizar milagros, curar a la gente milagrosamente. Los demonios y las enfermedades son el símbolo de todo lo que se opone a la vida –física, mental, espiritual–del hombre, son la expresión de todas las formas de la muerte que, en todo momento, debemos enfrentar.
La autoridad que Jesús da no es sobre las personas, sino sobre el mal; es la prodigiosa fuerza de su Palabra, que es capaz de erradicar el mal y crear un nuevo mundo. Aparece nuevamente en los últimos versículos la misión a la que son llamados los discípulos: “En el camino proclamen que el reino de los cielos está cerca. Sanen a los enfermos, resuciten a los muertos, limpien a los leprosos, expulsen a los demonios” (vv. 7-8). Es –como es fácil comprobar– lo que hizo el mismo Jesús (Mt 9,35; 4,17).
Los cristianos están llamados a dedicar, por lo tanto, todas sus energías a reproducir los gestos del Maestro, para hacerlo presente en el mundo. Él es el primer trabajador enviado a la cosecha; los discípulos son sus colaboradores, como bien lo entendía Pablo (1 Cor 3,9).
Las palabras con que concluye el texto: “Gratuitamente han recibido; gratuitamente deben dar” (v. 8), es el pedido que deja afuera cualquier tipo de interés personal en el desempeño del trabajo apostólico. El discípulo de Cristo no trabaja para obtener beneficiospersonales: para ser conocido, valorado y respetado, para hacerse rico. Ofrece gratuitamente su disponibilidad, como lo hizo el Maestro. Su única recompensa será la alegría de haber servido y amado a sus hermanos con la generosidad con la que vio hacerlo a Jesús.