Décimo tercer Domingo en tiempo Ordinario – Año A
QUIEN TIENE UN CORAZÓN GRANDE
NO ESTÁ CONTENTO CON UNA CASA PEQUEÑA
Introducción
El término casa en hebreo significa no sólo el edificio sino también a la familia, célula de la sociedad en la que, sobre todo en los tiempos antiguos, la persona encontraba albergue, se sentía acogida y protegida. De esta doble casa la persona no puede prescindir: “Son esenciales para la vida agua, pan, casa y un vestido para cubrir la desnudez” (Eclo 29,21), por lo que en la hospitalidad de Oriente Medio siempre ha sido sagrada, como lo atestiguan las recomendaciones insistentes de la Biblia: “Practiquen la hospitalidad mutua sin quejarse” (1 Pe 4,9); “No olviden la hospitalidad, por la cual algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles” (Heb 13,2).
Quien quiere comenzar una nueva familia necesita sin embargo el desapego de la propia casa: “El hombre abandona padre y madre y se une a su mujer…” (Gén 2,24). Es un abandono que conduce a una reunión destinada a dar continuidad a la vida.
El mismo Jesús abandonó un la seguridad que tenía en el hogar de Nazaret: “Las zorras tienen madrigueras, las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene donde recostar la cabeza” (Mt 8,20). Y también dejó la familia: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?”. Luego, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: “Estos son mi madre y mis hermanos” (Mt 12,48-50).
A aquellos que quieren seguirlo les pide la misma disponibilidad: el coraje para hacer un alto y tomar vuelo hacia una realidad superior, que lo introducirá en un nuevo hogar, en una nueva familia, la de los hijos de Dios.
"El discípulo es Jesús que llama a nuestra puerta y pide hospitalidad".
Primera Lectura: 2 Reyes 4,8-11-16a
8Un día pasó Eliseo por Sunán. Había allí una mujer rica que lo obligó a comer en su casa; después, siempre que él pasaba, entraba allí a comer. 9Un día dijo la mujer a su marido: “Mira, ése que viene siempre por casa es un santo hombre de Dios. 10Si te parece, le haremos en la azotea una pequeña habitación; le pondremos allí una cama, una mesa, una silla y un candil, y cuando venga a casa, podrá quedarse allí arriba”. 11Un día que Eliseo llegó a Sunán, subió a la habitación de la azotea y durmió allí…”. 12Luego dijo a Guejazí…: “Llama a la dueña de la casa”. Vino ella a la llamada y se detuvo ante Eliseo, 13que le dijo: “Por todo lo que te molestas por nosotros, ¿qué podemos hacer por ti?, ¿quieres que hable por ti al rey o al jefe del ejército?” Ella respondió: “No me falta nada en este pueblo”. 14Eliseo dijo entonces a Guejazí: “¿Qué podemos hacer por ella?” Respondió el muchacho: “Ella no tiene hijos y su marido ya es viejo”. 15Eliseo, pues, le dijo: “Llámala”. La llamó el muchacho y la dama se paró en la puerta.16Eliseo dijo: “El año próximo, por este tiempo, tendrás un hijo en brazos”.
En una pendiente siempre soleada, donde la colina del monte Moré desciende a la fértil llanura de Esdrelón favorecido por una fuente abundante de agua, se erigió, desde la antigüedad, la ciudad de Sunán. Fue famosa principalmente porque allí acamparon los filisteos antes de vencer a Saúl (1 Sam 28,4) y por ser el lugar de nacimiento de Abisag, la mujer joven y atractiva que le llevaron al viejo David (1 Re 1,3). En tiempos de Eliseo, Sunánfue habitada por ricos terratenientes y en la casa de uno de ellos es que va a tener lugar el episodio narrado en la lectura.
El profeta, que solía pasar por esta ciudad, se hizo amigo de una pareja casada, ya entrada en años y sin hijos. Fue especialmente la señora de edad avanzada que albergó estima y afecto por el hombre de Dios. Sabiendo que venía de muy lejos y que estaba sin hogar y sin familia, sintió una gran ternura hacia él; compartió su misión y le dio la bienvenida con la amabilidad de una madre. De acuerdo con su marido, había construido para él una pequeña habitación en la planta superior, había colocado una cama, una mesa, una silla y una lámpara.
La señora, obviamente lo suficientemente rica, podía simplemente dar un poco de dinero a Eliseo, y luego dejarlo seguir su camino. En su lugar –y esto es lo que hay que señalar– no se limita a darle un poco de ayuda, le da la bienvenida en su casa; quiere que se sinta un miembro de su familia.
Agradó a Dios el gesto de esta mujer, y para demostrarle lo mucho que apreciaba su solidaridad con el profeta y qué bendiciones que se reserva para los que trabajan con los que anuncian su Palabra, le fue concedido el gozo más grande que podría aspirar: le dio un hijo.
Eliseo representa a los apóstoles que, aun hoy, dejan su tierra, la familia, una vida rica y pacífica optando por dedicarse totalmente al servicio de Dios y el Evangelio. Más que el apoyo material, ellos necesitan sentir la presencia de personas amigas que comparten sus ideales; de personas que, especialmente en los momentos de dificultad, desaliento y soledad, están a su lado y saben cómo sostenerlos y acompañarlos.
Segunda Lectura: Romanos 6,3-4.8-11
Hermanos: 3¿No saben que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? 4Por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo resucitó de la muerte por la acción gloriosa del Padre, también nosotros llevemos una vida nueva. 8Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él. 9Sabemos que Cristo, resucitado de la muerte, ya no vuelve a morir. La muerte no tiene poder sobre Él. 10Muriendo, murió al pecado definitivamente; viviendo, vive para Dios. 11Lo mismo ustedes, considérense muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.
El bautismo era un rito muy común en la época de Jesús. Muchos de los que siguieron al Bautista habían sido bautizados: los que renunciaban al paganismo y elegían la religión de Israel, los que entraban a una secta religiosa e incluso los esclavos a los que sus anfitriones concedían la libertad. El bautismo era ya por entonces un gesto que significaba un cambio radical de la vida: una muerte al pasado y un renacimiento.
El bautismo cristiano tiene básicamente el mismo significado. Se lo entiende mejor si se considera que, en la Iglesia primitiva, en su mayoría eran adultos los que se bautizaban en la Vigilia Pascual. Se trataba de paganos que, con la inmersión en el agua, tenían la intención de enterrar para siempre un pasado marcado por la violencia, el odio, el adulterio, el robo, la corrupción, la inmoralidad y que, al emerger, demostraron ser personas nuevas, listas para seguir el camino de Cristo.
Las aguas de la fuente bautismal se consideraban las aguas del seno de la comunidad que generaba nuevos hijos de Dios. Así se entiende mejor la importancia de lo que dice Pablo en esta lectura: “Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo en la muerte, para que podamos caminar en novedad de la vida" (v. 4). El paso de la muerte a la vida fue primeramente hecho por Cristo. Detrás de Él, van todos sus discípulos.
En el último versículo, el Apóstol indica las consecuencias prácticas de este evento: si el bautismo es el día de renacimiento, marca también el comienzo de una nueva vida moral; el cristiano no puede seguir haciendo lo que hacía antes. Debe considerarse "muerto al pecado y vivo para Dios en Cristo Jesús" (v. 11).
Evangelio: Mateo 10,37-42
En aquel tiempo dijo Jesús a sus apóstoles: 37 ”Quien ame a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; quien ame a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí. 38Quien no tome su cruz para seguirme no es digno de mí. 39Quien se aferre a la vida la perderá, quien la pierda por mí la conservará. 40El que los recibe a ustedes a mí me recibe; quien me recibe a mí recibe al que me envió. 41Quien recibe a un profeta por su condición de profeta tendrá paga de profeta; quien recibe a un justo por su condición de justo tendrá paga de justo. 42Quien dé a beber un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por su condición de discípulo, les aseguro que no quedará sin recompensa”.
En el segundo de los cinco discursos de Jesús que se encuentra en el evangelio de Mateo, se desarrollan temas relacionados con el envío de los discípulos en misión. Hoy se presenta el último.
En la primera parte (vv. 37-39) se exponen, en toda su crudeza, las exigencias del seguimiento. Se solicita la renuncia con una radicalidad inaudita y sin precedentes, y, como si esto fuera poco, cada exigencia va acompañada de graves y drásticas declaraciones, marcadas con el estribillo: “¡no es digno de mí!” Ningún rabino ha exigido tanto a los que lo seguían y quizá por eso un día los judíos preguntaron a Jesús: “¿Por quién te tienes?” (Jn 8,53).
Lo primero que exige del discípulo que Él llama es el despego radical de sus afectos más íntimos y naturales, como el amor por los padres y los hijos. Su petición debe situarse en el contexto de las imágenes paradójicas utilizadas en la última parte del discurso. Jesús había dicho que no vino a traer paz, sino espada (Mt 10,34).
Después de haber declarado bienaventurados a los pacíficos (Mt 5,9) y haber invitado a amar a los enemigos (Mt 6,44), Jesús ciertamente no puede incitar a la agresión física hacia los enemigos. La espada que causa divisiones y conflictos es su Palabra, que el autor de la carta a los hebreos describe “viva y eficaz y más cortante que espada de dos filos; penetra hasta la separación de alma y espíritu, articulaciones y médula, y discierne sentimientos y pensamientos del corazón” (Heb 4,12). Es la espada a la que se refería Simeón en la profecía hecha a María (Lc 2,35).
Jesús no tiene la intención de negar la Torah de Moisés, que manda honrar al padre y a la madre. De hecho, ha reiterado varias veces el mandamiento (Mt 15,4); sin embargo, es consciente de que Él vino para que “todos en Israel o caigan o se levanten; será signo de contradicción y así se manifestarán claramente los pensamientos de todos” (Lc 2,34-35). Él sabe que su Palabra causará malentendidos, conflictos y tensiones dentro de las mismas familias.
Mateo escribió su evangelio en tiempos de persecución. Los discípulos hicieron la experiencia: por permanecer fieles a Cristo, tuvieron que aceptar incluso la ruptura de los lazos con las personas más queridas. Los rabinos habían tomado la decisión de expulsar de las sinagogas –de excluir del pueblo elegido– a los que creían que Jesús era el Mesías. Habían ordenado que cuantos se adhirieran a la fe cristiana, considerada herética, fueran repudiados por sus familias. Las consecuencias de esta exclusión fueron graves y dolorosas; no solo desde el punto de vista emocional, sino también social y económico.
Jesús exige del discípulo el coraje de permanecer sin apoyo, sin protección y sin seguridad material para el bien de su Evangelio. Y luego continúa con otro pedido, aún más dramático: la disponibilidad no solo para perderlo todo, sino también para renunciar a su vida.
La imagen de la cruz se refiere a las consecuencias inevitables que enfrentan aquellos que quieren vivir de acuerdo a los dictados del Evangelio: como el Maestro, se enfrentarán a la cruz, es decir, a la hostilidad del mundo. Aunque no acaben en el martirio, deberán estar dispuestos a un auto-sacrificio constante y generoso.
“Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). Así respondieron –y respondemos muchas veces– a la hospitalidad pedida por Dios. Así es el destino que le tocó a Jesús (Lc 9,53), y que espera a los discípulos enviados por Él (Mt 10,14).
En la segunda parte del texto (vv. 40-42) encontramos una promesa extraordinaria para aquellos que aceptan a los predicadores del Evangelio. “El que los recibe a ustedes a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe al que me envió” (v. 40). No se trata simplemente de una hospitalidad material como la ofrecida por la mujer de Sunán a Eliseo sino de la aceptación del mensaje. Decían los rabinos: “El enviado por un hombre es como si fuera el mismo hombre”. Jesús tenía la intención de afirmar la autoridad conferida por Él a sus discípulos: en las palabras del discípulo resuena la voz del Maestro y, a través de Él, la del Padre.
Es en este punto cuando volvemos al tema introducido en la primera lectura. El que recibe al profeta por el hecho de ser un profeta recibirá la recompensa de un profeta. Incluso un simple gesto de amor, como ofrecer un vaso de agua fresca a un discípulo, aunque sea un gesto pequeño, sin estridencias, sin títulos de prestigio, no se quedará sin recompensa.
No todo el mundo ha recibido de Dios los mismos dones. Sin embargo, de diferentes maneras, pero con la misma generosidad, todo verdadero creyente está llamado a dar su contribución y su apoyo a los que se dedican directamente a la proclamación de la palabra de Dios. Incluso antes que la ayuda material, estas personas necesitan sentir que sus esfuerzos son apreciados por sus hermanos en la fe y que se asimila su mensaje.
Esta acogida ha de ser hecha de una manera especial con los que han dejado un "hogar", con los que renunciaron a construir una familia, no para escapar, para vivir aislados y lejos del mundo, sino para pertenecer a todas las familias, para estar totalmente disponibles para Cristo y los hermanos. ¿Cómo se puede valorar su servicio? ¿Cómo se insertan en nuestra comunidad? ¿Cada familia los considera miembros o los considera extraños? ¿Cómo se expresa la gratitud hacia el trabajo que desempeñan con generosidad?