Vigésimo segundo Domingo en tiempo Ordinario – Año A
DA LA VIDA SI NO QUIERES PERDERLA
Introducción
“En mi angustia” (Sal 77,3) invocamos al Señor porque estamos convencidos de que Él“da vida y aliento y todo a todos” (Hch 17,25). Recurrimos a los santos, visitamos santuarios, besamos reliquias, hacemos novenas… siempre para tener vida. Las multitudes buscaban a Jesús “y cuando lo alcanzaban lo retenían para que no se fuese” (Lc 4,42), lo tocaban “porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos” (Lc 6,19). Se acercaban a Él para obtener vida. “Yo vine para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).
Y, sin embargo, hay algo de paradójico, incluso absurdo, en su propuesta. Para alcanzar la vida es necesario perderla: “Yo doy la vida para después recobrarla. Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente (Jn 10,17-18) y justifica su elección con la comparación de la semilla: “Les aseguro que si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24).
Es realmente necesaria mucha fe para convencerse de que, para tener vida, hay que “despreciarla hasta morir” (Ap 12,11). ¡Extraña y desconcertante lógica! Dios le asegura a Abrahán una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo… y le pide en sacrificio a su hijo, Isaac, el hijo de la promesa. Una prueba así solamente puede ser aceptada por quien cree firmemente, como Abrahán.
Jesús promete al discípulo introducirlo en la vida: “Quien me siga…tendrá la luz de la vida…no sufrirá jamás la muerte” (Jn 8,12.51) …Si camina hacia la cruz, se sumerge en las aguas de la muerte para “emerger” el día de la Pascua. Bienaventurados aquellos que tienen el coraje de seguirlo, porque “podrán comer del árbol de la vida (Ap 2,7), estarán siempre con Él (cf. 1 Tes 4,17) y verán a Dios como es Él (cf. 1 Jn 3,2).
“Señor, ¿a quién iremos? Tú solo tienes palabras de vida eterna”.
Primera Lectura: Jeremías 20,7-9
7Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste, y me venciste. Yo era motivo de risa todo el día; todos se burlaban de mí. 8Si hablo, es a gritos, clamando ¡violencia, destrucción! La Palabra del Señor se me volvió insulto y burla constantes, 9y me dije: “No me acordaré de él, no hablaré más en su Nombre”. Pero la sentía dentro como fuego ardiente encerrado en los huesos: hacía esfuerzos por contenerla y no podía.
“Encomienda al Señor tu camino, confía en Él, y Él actuará…hará brillar tu justicia como la aurora (Sal 37,5-6). Es cuanto sugiere a su discípulo un viejo sabio que, al final de su vida, está convencido de que Dios lo ha colmado de favores y bendiciones a causa de su rectitud. “¡Qué bueno es Dios, oh, Israel, para los limpios de corazón!” (Sal 73,1) era la doctrina tradicional del pueblo judío, o sea: la verdad indiscutible de la justa retribución. Y sin embargo, frente a hechos la mayoría de las veces incomprensibles, que desmienten semejantes certidumbres, todos los dogmas de fe parecen afirmaciones ingenuas, palabrerías, incluso burlas y provocaciones.
La lectura de hoy nos presenta la reacción desesperada de un hombre que, frente a lo absurdo de la vida, dirige a Dios una acusación temeraria “¡Tú me has traicionado!” Es Jeremías que, a pesar de haber sido fiel a su misión o quizás por esto, solo ha conseguidopersecuciones, desgracias, problemas de todo tipo; pero, a un cierto punto, no puede aguantar más y grita a Dios su lamento.
Estos son los hechos: Estamos en Jerusalén durante los años dramáticos que precedieron a la destrucción de la ciudad y a la deportación a Babilonia. El país está al borde de la catástrofe y el rey Joaquín, un imbécil inconsciente, se interesa más por la construcción de su lujoso palacio que por la ruina inminente que está por caer sobre su pueblo; los sacerdotes predican una religión hueca, ilusoria, fría ejecución de ritos y ceremonias exteriores que no se corresponden con la conversión del corazón y con una vida conforme a las leyes del Señor.
Es en esta situación cuando Jeremías recibe la llamada del Señor: “Donde yo te envíe irás; lo que yo te mande, lo dirás”. El profeta se espanta, es joven, no sabe hablar; pero el Señor le asegura: “No les tengas miedo, que yo estoy aquí para librarte… lucharán contra ti pero no te vencerán porque yo estoy contigo para librarte” (Jr 1,7-8.19). ¿Cómo no creer a Dios? Jeremías acepta, pero surgen inmediatamente incomprensiones, contrastes, oposiciones, conflictos con el rey, con los jefes del ejército, con las autoridades religiosas. Hasta el pueblo, irritado y desilusionado, pide que hagan callar al profeta. Sus enemigos declarados no lo soportan más, recogen pruebas contra él, lo hacen arrestar, lo golpean y obtienen que venga sometido a un proceso del cual, por fortuna, saldrá absuelto. Lo peor parece haber pasado, aunque las tensiones, la ansiedad, el desasosiego han marcado profundamente su vida y hecho tambalear su equilibrio psicológico. En este trance dramático de su vida Jeremías eleva a Dios el lamento que nos presenta la lectura de hoy.
Éste se abre con una imagen muy viva, la más audaz de toda la Biblia: “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir” (v. 7). El profeta compara su vocación con una muchacha seducida quien, después de haberse dejado embaucar por las dulces palabras de un joven y haber cedido a sus propuestas, viene abandonada a su destino. No le queda sino maldecir el momento en que creyó en aquel falso amor. Así es como se siente Jeremías: solo contra todos, objeto de escarnio y de violencia por parte del pueblo. ¿Por qué Dios lo ha llamado para una misión imposible, abocada al fracaso? Angustiado, se pregunta cómo ha podido dejarse seducir; ¿por qué no se habrá quedado tranquilamente con su familia a cultivar su tierra en la pacífica ciudad de Anatot?
En su desesperación exclama: “No me acordaré de Él; no hablaré más en su Nombre”(9). Es el grito cargado de rabia y de amargura del enamorado que busca cortar radicalmente la relación atormentada y borrascosa en la que se ha visto envuelto. Pero, como ocurre a quien ha experimentado un amor avasallador, no logra liberarse del Señor que lo ha seducido; la pasión le abrasa el corazón como un fuego que no se puede apagar. A pesar del atroz dolor yde la desilusión que experimenta, no puede renunciar a su misión.
Segunda lectura: Romanos 12,1-2
1Ahora, hermanos, por la misericordia de Dios, los invito a ofrecerse como sacrificio vivo, santo, aceptable a Dios: éste es el verdadero culto. 2No se acomoden a este mundo; por el contrario, transfórmense interiormente con una mentalidad nueva para discernir la voluntad de Dios, lo que es bueno y aceptable y perfecto.
¿Qué le importan a Dios nuestras celebraciones litúrgicas si no van acompañadas de obras de amor? Lo han dicho los profetas y lo afirma repetidas veces Jesús: “Misericordia quiero y no sacrificios” (Mt 9,13).
Las primeras palabras de la lectura nos recuerdan que las solemnes liturgias del templo han sido substituidas por una nueva manera de alabar a Dios: el sacrificio de la propia vida ofrecida en favor de los hermanos (v. 1). Si nuestras liturgias no celebran una vida de amor, se reducen a un ceremonial hueco, sin contenido, pura exterioridad, formalismo inútil.
Pablo continúa recomendando a los cristianos no adoptar la “mentalidad de este mundo”. En el lenguaje del Nuevo Testamento, esta expresión no indica referencia temporal sino cualitativa. Se trata de la mentalidad dominante, del modo de pensar tenido por la mayoríacomo normal, prudente y sensato. Esta lógica del mundo penetra fácilmente en la mente y en corazón, es asimilada y, sin ni siquiera darse cuenta, también el cristiano termina por razonar como los demás y adecuarse a la moda corriente. Este mecanismo de integración es sutil y peligroso; por eso es necesario tomar conciencia de ello y vigilar para no ser absorbidos.
He aquí por qué el Apóstol nos invita a tener una mente renovada para saber discernir en todo momento cuál es el comportamiento agradable a Dios, aunque sea absurdo e incomprensible para los hombres.
Evangelio: Mateo 16,21-27
En aquel tiempo, 21Jesús comenzó a explicar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, padecer mucho por causa de los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, sufrir la muerte y al tercer día resucitar. 22Pedro se lo llevó aparte y se puso a reprenderlo: “¡Dios no lo permita, Señor! No te sucederá tal cosa”. 23Él se volvió y dijo a Pedro: “¡Aléjate, Satanás! Quieres hacerme caer. Piensas como los hombres, no como Dios”. 24Entonces Jesús dijo a los discípulos: “El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. 25El que quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda la vida por mi causa la conservará. 26¿De qué le vale al hombre ganar todo el mundo si pierde su vida?, ¿qué precio pagará por su vida? 27El Hijo del Hombre ha de venir con la gloria de su Padre y acompañado de sus ángeles. Entonces pagará a cada uno según su conducta. 28Les aseguro: hay algunos de los que están aquí que no morirán antes de ver al Hijo del Hombre venir en su reino”.
Los hebreos del tiempo de Jesús vivían a la espera de un mundo mejor, del “siglo que debe venir”, rico de paz y de justicia. Basándose en Ezequías 49, los rabinos anunciaban para “los últimos tiempos”, una transformación prodigiosa de la tierra: en los días del Mesías, aseguraban, Palestina se transformará en un jardín y los jardines se convertirán en bosques; la fertilidad del suelo se verá multiplicada por mil, habrá riqueza para todos y abundancia de todo bien, como en el paraíso terrenal de los comienzos.
Eran estas también las esperanzas que albergaban los apóstoles, convencidos como estaban de la inminente venida del reino de Dios. Habían intuido que su Maestro era el Cristo, el esperado “Hijo de David”: lo habían seguido para ver convertidos en realidad sus sueños de gloria. La única cuestión que, según ellos, estaba aún por decidir era quiénes iban a ocupar los primeros puestos (cf. Mc 9,34). Es en este contexto de expectativas mesiánicas donde aparece el primero de los tres anuncios de la Pasión que se encuentran en los evangelios. Hacia la mitad de su vida pública, Jesús se da cuenta de que debe corregir de manera decisiva lasconvicciones de sus discípulos; no quiere que sigan acariciando vanas ilusiones. Para evitar todo equívoco, declara abiertamente que no se encamina hacia el triunfo sino que marcha hacia Jerusalén para sufrir mucho, para ser crucificado y para resucitar al tercer día.
La lógica humana no puede menos de sentirse desarticulada ante semejante propuesta. Los discípulos no pueden entender; aprendieron de los escribas que el Mesías no puede morir; les fue enseñado que, a su venida, los justos que yacen en los sepulcros se levantarán para compartir la alegría de su reino…. Pedro reacciona en nombre de todos ellos (vv. 32-33). No teme a los sacrificios; un día probará ser capaz de arriesgar aun la vida si es necesario (cf. Jn 18,10). Pero no está dispuesto a embarcarse en un proyecto absurdo; no acepta seguir por un camino que lleva directamente al fracaso, y le gustaría que también Jesús se diera cuenta de ello y cambiara de idea.
La escena que sigue es tan realista como significativa. Pedro toma aparte a Jesús como para infundirle un poco de ánimo en un momento de desaliento, como si le quisiera hacer comprender que, en un instante de confusión, es comprensible que se le haya escapado una frase infeliz. La reacción de Jesús al intento de apartarlo de su camino, es dura, casi irritada: “¡Aléjate, Satanás!”, dice nuestro texto. Pero la traducción no es exacta. Jesús no pretende alejar a Pedro sino hacer que vuelva al camino correcto. “¡Ven detrás de mí!” –lo apremia– sigue mis pasos; no intentes caminar delante como queriendo indicar el camino a seguir; éstefue ya trazado por mi Padre; tu propuesta, Pedro, huele a sabiduría de este mundo, procede de la astucia de los hombres que es insensatez a los ojos de Dios.
Pedro no está cometiendo un error sin importancia; está caminando en dirección opuestaa la del Señor; se está portando exactamente como Satanás, que intentó un día orientar a Jesús hacia el dominio, hacia la conquista del poder. Lo había conducido hacia un monte altísimo y le había mostrado todos los reinos del mundo con su gloria, diciéndole: “Todo esto te daré si te postras para adorarme”. A semejante tentación, Jesús reaccionó con decisión: “¡Aléjate, Satanás!” (Mt 4,8-10). Ahora, ante la misma tentación insinuada por Pedro, no puede menos que reaccionar con la misma dureza.
La escena narrada en el Evangelio de hoy forma un díptico con la de la semana pasada. Simón había sido señalado por Jesús como la piedra viva de la Iglesia porque había acogido la revelación del Padre, había aceptado su plan de Salvación y había profesado su fe en el Hijo del Dios vivo. Ahora se convierte en piedra de escándalo porque se deja guiar porrazonamientos humanos: mira a la gloria, al éxito, a los honores. Por eso se convierte en un tropiezo en el camino del Maestro y de sus discípulos.
Después de haber reprendido a Pedro, Jesús se dirige a todos (vv. 24-27) y expone de manera inequívoca sus requerimientos. ¡Ninguna intención de mitigarlos ni de hacerlos más aceptables! Si el Maestro ha escogido dar la vida y si “el discípulo no es superior al maestro”(Mt 10,24), el camino deberá ser necesariamente el mismo. Tres imperativos caracterizan la radicalidad de una elección que no admite ni excusas ni marcha atrás: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”:
La primera razón: El que entrega la propia vida, en realidad no la pierde, sino que la gana (v. 25). Quien no suelta el grano de trigo, quien lo consume para sí, quien lo esconde…disipa. Solo quien tiene el coraje de perderlo dejándolo caer en la tierra “lo conserva”, lo “recupera”. Sucede lo mismo con la vida: para “ganarla” es necesario “perderla’, es necesario gastarla en favor de los hermanos.
La segunda razón (v. 26): La vida de este mundo pasa velozmente, es transitoria, frágil, precaria; no vale la pena aferrarse desesperadamente a ella como si fuera eterna. Resuenan aquí las numerosas reflexiones sapienciales sobre la caducidad de la vida. “Me concediste unos palmos de vida, mis días son como nada ante ti. El hombre no dura más que un soplo;es como una sombra que pasa; solo un soplo son las riquezas que acumula sin saber quién será su heredero” (Sal 39,6-7).
La tercera razón (v. 27): La recompensa final. Aparece con frecuencia en el evangelio de Mateo la escena del Juicio, no como amenaza futura, sino como indicaciones de las elecciones sabias que se deben hacer en el presente. ¿Qué se podrá presentar ante Dios al final de la vida? No ciertamente el dinero acumulado, los placeres gozados, los reconocimientos, la carrera. Al final, el Señor no mirará los títulos honoríficos que hayamos conseguido poner delante de nuestros nombres, sino las obras de Amor que seguirán a nuestros nombres. Cuando se apaguen los reflectores que han deslumbrado la escena de este mundo, cuando se extingan las lucecillas de los ídolos que han encandilado y seducido a tantas personas, entonces brillará solamente la luz de Dios y aparecerá el verdadero valor de la vida de cada uno.